viernes, 5 de febrero de 2010

Vientos de otros huracanes. Noticias del Trópico 24

NOTICIAS DEL TRÓPICO
El newsletter de Lorenzia, año 7, núm. 24, 5 de septiembre, 2005.

Vientos de otros huracanes

Eran casi las siete cuando Don Valentín abrió los ojos y se levantó de la hamaca aún con sueño. Había llovido toda la noche y eso siempre le producía cierta inquietud, como una voz susurrando en su interior que no le permitía dormir profundamente. Con su tazón de café negro en la mano, observó el calendario que colgaba de la pared. Domingo 22 de octubre de 1978. Buen día para reparar esa red olvidada o revisar las colmenas. Le dolía la espalda y se sentía cansado. Me estoy haciendo viejo, pensó. Hace poco cumplí 73 años. Será por eso que me duelen los huesos.

El día anterior había regresado de Carrillo Puerto, después de permanecer un par de días en aquel poblado, donde aprovechaba para hacer algunas compras y tomarse unas cervezas con Don Vicente Villanueva, su mejor amigo. Cada mes debía ir a cobrar la pensión de 300 pesos que le daba el ayuntamiento, y aunque sus parientes le insistían en que se quedara más tiempo, dos días en Carrillo Puerto eran más que suficientes. Como siempre, su corazón se apaciguaba de nuevo al recorrer aquellos 58 kilómetros que separaban a Carrillo Puerto de Vigía Chico, donde estaba su hogar.

El camino de terracería se iba haciendo cada vez más angosto, y al final era una brecha que llegaba hasta la mera orilla del mar. Desde ese punto se dominaba casi la totalidad de la bahía de la Ascensión. ¿Y qué era lo más sorprendente de Vigía Chico? Pues que no había nada. Nada de nada. Quedaban las ruinas de tres o cuatro casas de madera, un “bar” que nunca funcionó como tal, cuyo techo de palapa se estaba cayendo, y una construcción de bloc y concreto sin terminar. Todavía estaban en pie algunos postes de lo que había sido el telégrafo y, entre la maleza, los restos oxidados de una máquina de ferrocarril.

Don Valentín era un hombre muy alto y muy delgado, de pelo completamente blanco y ojos brillantes y vivarachos. Piel curtida por el sol que atestiguaba los años vividos al aire libre. De sonrisa fácil y complacida, fuerte y saludable a pesar de su edad. Y era, además, el único habitante de Vigía Chico. A él le gustaba decir, en tono serio y solemne, que era la máxima autoridad del lugar. Luego soltaba una alegre carcajada, riéndose de su propia broma.

Don Valentín se dirigió a la playa. Inesperadamente, un chispazo de luz atrajo su mirada. Se agachó a recoger un pedazo de vidrio que en otro tiempo había sido parte de una botella de cerveza. Sonrió con cierta tristeza. No había día en su vida que no recordara la noche en que todo cambió, en que su vida se transformó radicalmente. El pedazo de vidrio descolorido le volvió a traer esas memorias siempre frescas. De hecho, todo en Vigía Chico, todo lo que había sobrevivido después de aquella noche, era una única memoria, y él también era parte de ese espejo de recuerdos.

Por ahí de 1925, Don Valentín se había trasladado a Quintana Roo desde su natal Valladolid como agente de un contratista chiclero. Era la mera época de auge del chicle y ya Vigía Chico se había convertido en el puerto de embarque más importante del territorio. Don Valentín recordaba bien la febril actividad que en aquel año reinaba en el puerto: por un lado, la exportación de toneladas de chicle a la compañía norteamericana Wrigley o a Robert S. Turton, de Belice, y por otro, la importación de las más variadas mercancías destinadas a los hatos chicleros: pistolas, escopetas, municiones, pólvora, máquinas de coser, molinos de maíz y de carne, linternas, fonógrafos, whiskey, laterías, cigarrillos, sal, azúcar, calzado, telas, y hasta sedas y bisutería.

Dadas estas favorables condiciones, Don Valentín mismo se había convertido en contratista y pequeño productor. El año 1929 habría de ser el más próspero y, a la par, el más difícil. La producción chiclera alcanzó un nivel pico de dos millones trescientos mil kilos, pero al año siguiente se desplomó y en 1933 no pasó de los 300 mil kilos, ello debido principalmente a la caída de los precios durante la crisis económica del 29. No obstante, Don Valentín continuó como contratista y pequeño productor hasta la época en que se organizaron las primeras cooperativas en los años cuarenta.

La Segunda Guerra Mundial provocó una nueva demanda de chicle, y en 1942 se produjeron 3,876,265 kilos, es decir, la mayor cantidad de este látex en toda la historia de Quintana Roo. Su viejo amigo, mister Turton, compró toda la producción junto con cuatro grandes empresas norteamericanas. Poco después empezó a haber más control por parte del gobierno, no solo limitando la extracción según el clima, las lluvias y las concesiones de selva explotable, sino también en cuanto a las condiciones de trabajo y subsistencia de los chicleros y sus familias. La producción chiclera nunca volvería a ser igual.

En 1950, Don Valentín entró a trabajar como bodeguero, viviendo de planta en el puerto de Vigía Chico junto con unas 14 personas más entre empleados y sus familias. En las bodegas a su cargo se seguía almacenando, por un lado, el chicle que venía de Carrillo Puerto, y por otro, las mercancías que venían de Cozumel, como cerveza, maíz y frijol. Las marquetas de chicle eran transportadas por vías decauville, utilizando las antiguas plataformas y la máquina del ferrocarril, tal y como se había hecho desde los inicios de la producción chiclera.

La vida en Vigía Chico continuó su curso sin grandes cambios hasta 1955. En ese año llegaron dos ciclones: El primero de ellos no causó grandes estragos, pero fue un negro presagio de lo que aún estaba por venir.

El 16 de septiembre de 1955, el Hilda pegó en las costas quintanarroenses a la altura de la bahía de la Ascensión, en un área prácticamente despoblada. No obstante, su paso por otras regiones del país dejó un saldo de 200 muertos. Fue uno de esos ciclones andariegos que bordeó las Antillas menores, Puerto Rico, República Dominicana y Cuba, provocando estragos por doquier antes de dirigirse hacia Quintana Roo. Tras de afectar principalmente las regiones centro y norte del territorio, el Hilda siguió sin freno su ruta, atravesando la península de Yucatán y el Golfo de México hasta tocar nuevamente tierra en Tampico, provocando una de las más catastróficas inundaciones de su historia, pues cubrió las partes bajas del puerto durante una semana.

Luego, a escasos 11 días de la llegada del Hilda, el 27 de septiembre le tocó su turno al Janet. Aquel día las bodegas de Vigía Chico se hallaban repletas de mercancías, especialmente cajas de cerveza. Don Valentín terminó de estibarlas donde la lluvia no las alcanzara y acudió a la pequeña oficina para saber qué otras medidas se iban a tomar. No obstante, a pesar de las alertas recibidas por radio, el jefe de empleados se mostró incrédulo. No le parecía posible que otro ciclón pudiera pegar nuevamente en Vigía Chico. No después del Hilda. Por lo tanto, se negó a evacuar el lugar.

Pero a diferencia del Hilda, el Janet pareció tener una sola y única meta: enfilar su fuerza destructiva casi en línea recta hacia Chetumal y la costa sur de Quintana Roo. Fue el décimo huracán de una temporada calificada por muchos como la peor del siglo. Tras de originarse en el Atlántico y de causar graves daños en la isla de Granada, el Janet se las arregló para evitar tocar tierra nuevamente e ir ganando en tamaño e intensidad. Suyo es el dudoso honor de haber provocado, por primera y única vez en la historia ciclónica del Atlántico Norte, la caída de un avión norteamericano de reconocimiento o caza-ciclones, que despegó de la base de Guantánamo, en Cuba, llevando a bordo nueve tripulantes y dos periodistas. En aquel momento, 26 de septiembre por la tarde, Janet era ya un huracán de categoría 4, con vientos de más de 220 kilómetros por hora que levantaban a su paso olas de hasta 20 metros de altura.

Al día siguiente, 27 de septiembre de 1955, los habitantes de Vigía Chico recibieron la última alerta de huracán, con la consigna de evacuar el puerto. De pie en la playa y bajo una lluvia pertinaz, Don Valentín miraba taciturno cómo iba opacándose la luz del día, cómo la coloración del horizonte iba adquiriendo una extraña tonalidad amarillenta.

Poco después, hacia las 9 de la noche, Janet azotó Chetumal. La fuerza del viento había superado los 275 kilómetros por hora y era ya un huracán de categoría 5. También en Vigía Chico, en medio de un ruido ensordecedor, el mar se retiró más de un kilómetro. Sus habitantes, refugiados en las casas y bodegas del puerto, pronto quedaron al descubierto y a merced de los elementos. El viento se llevó casi todas las construcciones y luego el mar, regresando en una ola gigante, arrasó con lo que quedaba.

Don Valentín, uno de los tres únicos supervivientes, se subió a la horqueta de un árbol y se agarró de las ramas con todas sus fuerzas. Ello le salvó la vida. El resto de los habitantes de Vigía Chico murió esa noche: doce personas ahogadas, entre hombres, mujeres y niños, incluyendo al escéptico jefe de empleados. Los muertos y las mercancías fueron arrastrados por el viento y el mar hasta el monte, más allá de la sabana, a varios kilómetros de distancia. Mucho tiempo después todavía se podían encontrar botellas de cerveza entre los escombros, entre la maleza y los pocos árboles que habían quedado en pie.

Desde entonces Don Valentín se había convertido en el único y solitario habitante de Vigía Chico. Sabía que el apego que sentía por ese lugar, a pesar de su aislamiento y abandono, tenía que ver no sólo con los muchos años de vida transcurridos en él, sino también con una apuesta ganada la noche de aquel 27 de septiembre de 1955. Una bien ganada apuesta a la muerte y al Janet. No les había dado el gusto. No, señor.

El ruido lejano de un motor acercándose lo trajo de nuevo al presente. Mientras se ponía de pie, Don Valentín vio que un automóvil se aproximaba por la brecha. Éste se detuvo a pocos pasos de donde se encontraba y de él bajaron dos mujeres y un hombre, los tres muy jóvenes. Dándole los buenos días y después de presentarse, una de las mujeres le dijo que venía desde Carrillo Puerto recomendada por Don Vicente Villanueva. Aquello fue suficiente. “Sea bienvenida - sonrió Don Valentín - puede hacer lo que quiera en este lugar”. “Lo que realmente quiero - contestó ella - es platicar con usted, que me cuente de su vida y de lo que fue y ahora es Vigía Chico”. Don Valentín accedió gustoso. Aquel domingo 22 de octubre de 1978 sería un día, tan bueno como cualquier otro, para contarle su historia a una antropóloga en ciernes.

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