lunes, 16 de septiembre de 2013

Al final de la sexta década (El newsletter de Lorenzia, año 15, núm. 66, 11 de septiembre, 2013)




"Sólo un loco celebra que cumple años". George Bernard Shaw 


Este 26 de agosto pasado, mi madre, de estar viva, habría celebrado sus 102 años. Lo escribo y me estremezco, probablemente porque me parece una cifra exorbitante y porque yo me sigo sintiendo su hijita a pesar de estar cumpliendo 60. No me siento como aquella niña, pero sí la misma que llevo siendo de un buen tiempo para acá, mucho antes de llegar a este ominoso cruce de caminos.
¡Qué rápido se va la vida! Ahora me encuentro aconsejándole a mis amigas más jóvenes, aquellas que bien podrían ser mis hijas, lo que mi madre me recomendaba a mí: Aprovechen la vida pues solo hay una, hagan lo que quieran y disfrútenlo sin tantas cargas y preocupaciones como yo recuerdo haber tenido a su edad…

Y si pensar en los 102 años de Queenie me zarandea, ¿qué decir de mis seis décadas? ¿Cuántas etapas de la edad adulta he atravesado ya? ¿Cuántos ritos de paso? ¿De cuantas vivencias me he graduado? Y lo más importante: ¿seguí el consejo de mi madre? De una cosa estoy segura: no me arrepiento de nada. Sé que podría haber sido más sabia al tomar ciertas decisiones, pero también sé que lo hice con lo que en ese momento tenía, a partir de unas circunstancias dadas. Cada vez me convenzo más de que, en cada hito de la existencia, lo único que se requiere es hacerlo lo mejor posible con lo que tengamos a la mano. Nadie nos puede pedir más. Y desde la perspectiva de estas seis décadas, aprecio mi vida, la asumo, la acepto y entiendo que gracias a todas esas buenas y no tan buenas decisiones, deseos, voluntades, caprichos, experiencias, fatalidades, albures y albedríos, soy quien soy: un producto en proceso de creación que, además, me gusta mucho y del que estoy bastante satisfecha.

De mis padres y en general de mi familia y en mi casa aprendí muchas cosas valiosas, pero ninguna tanto como el gozo de la vida, del amor, de la sexualidad, de los libros, de la música, de la comida y las sabrosas sobremesas, de los retos intelectuales, de la historia propia y del mundo… He recibido muchas enseñanzas, pero si tuviera que escoger una, sería el amor por la libertad y todo lo que conlleva de responsabilidad personal, de tolerancia ante lo ajeno y distinto, de respeto por la diversidad. Hoy en día, cuando la libertad está tan amenazada, resulta una enseñanza muy radical. A mi rebeldía la enciende la censura y el freno a mi libre expresión. Y lo que más temo son todos los “ismos” que conozco, agrupando ideologías que encasillan más que liberan, convicciones que al querer incluir excluyen, posturas políticas que pierden sus virtudes bajo dogmas, consignas y lenguajes dizque correctos que solo disfrazan y aguadan la realidad. La palabra “legislación” ha terminado por darme grima, ante el moderno afán de legislar – limitar – la naturaleza humana. Sin poder definir con exactitud qué era, crecí bajo el signo del libre pensamiento. Nunca me censuraron qué ver, oír, decir, leer, escuchar, aprender, indagar, explorar ni experimentar. No tuve ni he tenido más límites a mi desarrollo como persona que los que yo misma me puse.

Anoche tuve un sueño curioso. Soñé que era una anciana y estaba agonizando, y que mi hijo, un hombre canoso como de unos 65 años, estaba a mi lado. Había también otra persona anónima y sin rostro. Algo se decían y mi hijo se sentaba en la cama y me tomaba una mano. Se estaba despidiendo. Yo no oía sus palabras sino que pensaba: “Así que así es el final; al fin, el final de mi vida ha llegado”. Observaba mi respiración y, notando un resuello, comprendí que mi muerte estaba próxima. Me sentí tranquila, al extremo de ocurrírseme una broma. “¿Y que pasaría – le dije a mi hijo, interrumpiéndolo – si no me muero ahorita ni mañana?” El se puso de pie muy sorprendido, tratando de alejarse, y me dijo: “Pues habría que ver qué opinan los demás”, refiriéndose, creo, a la aprobación del resto de la familia. Eso bastó para que se me olvidara el asunto de la agonía y el pacífico final. Lo agarré de la muñeca con una fuerza portentosa e inverosímil. “¡A ver, explícame que quisiste decir con eso!”, casi le grite. Y me quedé sin saberlo porque en ese momento desperté.

No cabe duda, la soberbia y la ira son mis principales defectos de carácter…

Me regalé una tirada de las runas por mi cumpleaños y salió Inguz. Semejante a la luna, a la parte intuitiva de nuestra naturaleza, símbolo de fertilidad y de nuevos comienzos, esta runa habla sobre todo de cierre de círculos y de lo esencial de completar lo iniciado. Y al hacerlo, siempre que cerramos una puerta abrimos otra y damos el primer paso en un nuevo sendero. Siendo una runa de gran poder, me enseña que tengo la fuerza necesaria para lograr la completud, fertilizando el sustento de mi propio renacimiento. Éste no está exento de riesgo. El parto es el momento supremo del todo o nada, la transición necesaria que atraviesa el peligro para salir a la luz. Requiere preparación, apertura, disposición, calma y la certeza que sólo da una confianza total en la benevolencia de la vida…