martes, 4 de mayo de 2010

Un alto en el camino. Noticias del Trópico 42

NOTICIAS DEL TRÓPICO
El newsletter de Lorenzia, año 12, núm. 42, 4 de mayo, 2010.

Un alto en el camino

Iba a escribir sobre la paciencia y todavía lo haré, pero no hoy. Desde la tranquilidad del campamento gitano en el que se ha convertido la planta baja de mi casa, veo literalmente las horas pasar. ¿Tal y como decía Apollinaire que pasaban para él los días y las semanas, viendo correr las aguas del Sena bajo el puente Mirabeau? No tan poéticamente, de plano, pero sí a un ritmo distinto al cotidiano, más lento, con espacio suficiente para saborear los pensamientos, escuchar la diversidad de trinos y cantos y graznidos de los pájaros al salir el sol, ver como cambia la luz, la brisa, la sombra de mis palmeras conforme avanza el día.

Hace exactamente un mes. Domingo de Pascua en St Thomas. 4 de la tarde. Solazo pegando en la terraza frente al mar, mientras, de cuclillas, limpiaba un librero que John y yo acabábamos de rescatar de una bodega abandonada. Cuando intenté ponerme de pie, ya no pude. Me quedé viendo estrellitas de dolor, la rodilla derecha bloqueada, sin poderla estirar, sin poder apoyar el pie en el suelo. Lo peor de las horas que siguieron a ese tonto accidente (¿no lo son todos?) fue mi enojo conmigo misma. Luego me metí a Internet a buscar respuestas y soluciones. Todo apuntaba a un esguince, pero fiel a la tradición catastrófica Viliesid, me fui hasta la cocina y me autodiagnostiqué desgarro de meniscos. Lo importante fue el sentido común de quedarme en reposo, poner la pierna en alto, vendarme la rodilla y esperar. John tuvo que ir a comprar unas muletas y todavía me di el lujo de pedirlas “bonitas”. Vanidad ante todo.

Desde entonces me he sentido en un sueño, en una obra de teatro, en una historia que no es la mía, como si estuviera interpretando un papel ajeno, como un desdoble de la personalidad. Soy lo que se dice “una hacedora”. Yo hago cosas. Ése es mi asunto, mi rollo. Y desde hace un mes, el 90% de las cosas que ocupan mi vida, no las puedo hacer. Mi “hacer” se ha visto drásticamente limitado a las funciones básicas del día a día, siempre y cuando no involucren movimiento. Puedo trabajar a ratos en la computadora, y gracias sean dadas a l@s dios@s por mi reposet. Tengo mil libros que leer y bastantes películas que ver. Puedo desplazarme al jardín y bañarme con la manguera sentada en una silla. Pero no mucho más.

Quizá porque estoy tantas horas en silencio, con tanto tiempo para pensar, con la calma necesaria para hacer mis respiraciones y mis mudras sanadores, he estado recordando con mayor claridad mis sueños. Hace unos días soñé que caminaba otra vez, con muchas precauciones claro está, y la sensación era sí de fragilidad, pero también de novedad y descubrimiento, como si me deslizara ligera y semiflotando por el suelo. Otra noche soñé que entraba a mi casa apoyada en las muletas y que alguien me había cambiado todo de lugar y había sustituido algunos de mis muebles por otros, y ese caos me asustó y encolerizó. También me han visitado en sueños fantasmas de otros tiempos, sus cosméticos y botes de crema en perfecto orden y colores, en un tocador donde ya no había espacio para mí, y cuando me miré en aquel espejo, vi la cara nada menos que de Denzel Washington. ¡Eso sí que desafió mi interpretación!

Tras los sueños viene el despertar a una realidad muy concreta. Una persona discapacitada se ve obligada a hacer ajustes en su idea de lo que es propio, conveniente e íntimo. Tiene forzosamente que aceptar esa realidad, la de depender y confiar en los demás, hacerlos partícipes de su vida personal y poder decir, en un momento dado, ok me rindo. Parte de la gran incertidumbre que sentía en el regreso de St Thomas a Cancún incluía actividades que normalmente hacemos en privado. Obligada por las circunstancias, no fue tan difícil decirle a la amable señorita que me condujo por la aduana y revisión de equipaje que me acercara a un baño. Su momentáneo gesto de disgusto quizá se debiera a que pensó que yo necesitaría algún tipo de ayuda, pero la tranquilicé diciendo que yo me las podía arreglar sola y ella me tranquilizó diciendo que me esperaba con la silla de ruedas a la puerta. Tampoco fue difícil dejarme cachear completamente por una mujer policía, al no poder cruzar por mi propio pie a través del detector de metales. Fue interesante el ritual de la revisión corporal de los gringos, siempre pendientes de que no los demanden por abuso, porque me fue explicando cada movimiento del dorso de sus manos para asegurarse que no llevara yo armas escondidas.

Lo que sí pensé que me costaría más trabajo fue pedirle al chico cubano que me recibió en Miami con la silla de ruedas, que me llevara al baño y a comer algo. Pero resultó, en cierto sentido, más fácil y de plano divertido. Primero, porque me transportó a velocidades suicidas por los largos pasillos del aeropuerto de Miami, sorteando viajeros y maletas a diestra y siniestra, a tal punto que creí que nos estrellaríamos contra alguien o que yo saldría disparada en cualquier momento. Como buen cubano, además, cada vez que veía a una chica guapa, viraba la silla de ruedas para que pudiéramos pasar cerca de ella y soltarle un piropo. Acabó dándome risa. Y no sólo me llevó a un baño especial para personas discapacitadas – “cuando termine nada más me da un grito y entro por usted” – sino que me compró un wrap de pavo y algo de beber antes de depositarme en la sala de espera donde saldría el avión a Cancún. Nunca me había quedado tan claro que la discapacidad requiere de soltar cierta vergüenza y de adquirir cierta fortaleza para pedir ayuda y dejarse ayudar. Bajar los puentes, vulnerar las defensas, abrir las compuertas, dejar entrar a la gente a la intimidad.

Y siempre hay una mano amiga, o al menos esa ha sido mi experiencia. Me subieron al avión en St Thomas en un elevador donde había otra señora en su silla de ruedas. Nos saludamos como viejas conocidas, como si perteneciéramos al mismo club; compartimos historias de accidentes y daños; me sentí acompañada y sobre todo comprendida. Ella viajaba con su marido, lo cual le facilitaba las cosas, y éste se ofreció también a ayudarme. En Cancún, después de que un amabilísimo hombre me pasó por migraciones y aduanas como una exhalación hasta el estacionamiento, me esperaba mi amiga/hermana, que me albergó en su casa, me llevó al médico, al ultrasonido, a farmacias y tiendas de ortopedia, al súper y finalmente a mi casa. Otras amigas, amigos, parientes, colegas de la biblioteca y de la universidad, vecinos y mi ayudante/mano derecha y su familia han estado al pie del cañón. Siento cotidianamente su apoyo y su cariño, como el de otros seres queridos en la distancia y el de John, aún lidiando como está, con sus propios problemas de salud. Ayuda no falta en la vida, eso me queda claro, como me queda clara la confabulación del universo para que las cosas salgan como tienen que salir. Yo sólo debo confiar y abrir mi corazón. La autosuficiencia también tiene límites.

La mayor lección, no obstante podría ser la pérdida de control, el imperativo de soltar el control, porque no hay de otra; pero en realidad, el aprendizaje detrás de esta lección es que no hay nada, absolutamente nada, ni siquiera nuestro cuerpo, ni siquiera nuestra mente, que esté bajo nuestro control. Esta palabra podrá aplicarse a los controles de una máquina o de un vehículo, pero no tiene cabida en la incertidumbre del mundo humano, o mejor dicho, no tiene cabida en lo que se refiere a la naturaleza y a la vida. Suponemos que estamos en control de lo que hacemos y lo que nos rodea, pero es sólo una pantalla que proyecta otras pantallas de seguridad, solidez, permanencia. Son muletas. Ahora, en mi nueva inseguridad y vulnerabilidad, me aferro a mis muletas como mi único medio de sostén, mi escaso y limitado medio de control y solidez. Pero hasta mis muletas se resbalan y tambalean. La lección de Buda sobre la impermanencia acaba de adquirir en mi vida un sentido real. Se transformó de teoría en certeza práctica.

No iba a escribir sobre la paciencia, pero la experiencia de tener que acudir al Seguro Social por mi incapacidad fue una soberana lección en esta admirable cualidad de la que yo, siento decirlo, carezco. Impaciente, al fin y al cabo, nunca me había dado el tiempo de ir a tramitar mi carnet y si no fuera porque varias personas se apiadaron de mi y mis muletas, habría tenido que regresar, hacer cola para obtener una de las 9 fichas para carnets, luego ponerme en la otra cola para obtener una de las 40 fichas para solicitar cita con el médico familiar, regresar probablemente al día siguiente a esperar mi turno. A punto estuve de mandar a volar todo el asunto, pero gracias a la compañía, ayuda y sabios consejos de dos compañeros de la biblioteca que estaban conmigo, obtuve el carnet, vi al médico familiar, me dieron mi incapacidad y encontré la fuerza y la paciencia para ir todavía a hacer más colas por más fichas a la clínica de especialidades, no sin antes pasar por urgencias como requisito de un complicado e incomprensible protocolo burocrático.

No se si aprendí la lección y tengo ahora más paciencia que antes. Lo que sí siento es un renovado respeto por todas aquellas personas cuya única opción de salud es el IMSS, que hacen cola para obtener fichas a veces desde las 4 de la mañana en medio de niños tosiendo y adultos enfermos. Y mi respeto se extiende aún más hacia todas aquellas personas que sufren alguna incapacidad. El mundo no está hecho para ellas. Ciertamente hay rampas y baños más grandes y lugares especiales de estacionamiento, pero el reto que enfrentan es algo inimaginable hasta que una tiene que vérselas con un simple movimiento como es el acto de caminar. No quiero imaginar lo difícil que debe ser la cotidianeidad para las personas que de por vida viven en sillas de ruedas o se mueven con muletas, o a quienes les falta un brazo o no pueden ver. Para mí hay luz al final del túnel, pero no se si el material del que estoy hecha resistiría, sin amargura aniquilante, una vida de continuos desafíos semejantes.

Me esperan todavía dos semanas más de incapacidad y el lento camino de la terapia de rehabilitación física. Me contaba mi mamá que, de pequeña, aprendí a hablar antes que a caminar. No creo que por flojera, sino por precaución. Ahora es posible que tenga que aprender a caminar nuevamente y cuando visualizo el proceso siento trepidación pero más que nada unas ganas enormes de hacerlo. Me veo caminando por la playa, subiendo las escaleras de la biblioteca, haciendo ejercicio en la escaladora, bailando salsa con mis amigas. Pero sobre todo me veo a mi misma cuidándome con una nueva consciencia. Con una amorosa, paciente y compasiva consciencia. Que así sea.

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