lunes, 22 de diciembre de 2014

Epocas de gloria (El newsletter de Lorenzia, año 16, núm. 68, 22 de diciembre, 2014)



Nadie podría soslayar el efecto, hasta el día de hoy, de una guerra que por su alcance y participantes adquirió el carácter de mundial. En aquel 1914 – tan lejano y tan cercano a la vez - mi padre tenía 10 años, mi madre 3. Me los imagino a ambos, niños al fin, viviendo en feliz ignorancia en una España que, convulsionada por sus propios dilemas políticos, se mantendría al margen de la conflagración. “No me hable usted de la guerra”, dicen que decía un botón en la solapa de mi abuelo, una vez finalizada la contienda cuatro años después. Nadie quería recordar la crudeza del combate cara a cara, la ruina del paisaje desgarrado por trincheras y por miles de metros de alambres de púas, la novedad letal de las armas químicas. Sin saberlo, mis abuelos atestiguaron, en realidad, el fin de una era. El mundo no volvería a ser el mismo. Se moverían fronteras, desaparecerían países y se crearían otros. La libertad adquiriría otro significado, y los fabulosos Veinte serían eso, fabulosos en su explosión de nuevas modas, músicas, costumbres y legado.

No hubo, por supuesto, en 1914, Premio Nobel de la Paz, pero sí ocurrieron otras proezas dignas de celebración: paralelamente al estallido de la gran guerra europea, el canal de Panamá – esa maravilla del ingenio humano vigente hasta nuestros días - se abrió al tráfico comercial con la travesía pionera de un vapor estadunidense de pasajeros y carga;  asimismo, dando un paso gigante en una lucha muy distinta a la bélica, el hospital Middlesex de Londres utilizó por primera vez las radiaciones para tratar el cáncer. Pensemos, por otra parte, en el México de aquellos momentos, cuando Venustiano Carranza asumía la presidencia de un país hundido también en el caos de un conflicto armado. Y mientras Juan Ramón Jiménez publicaba Platero y yo, nacía una plétora de escritores inolvidables, de esos que dejan huella: William Burroughs, Marguerite Duras, Octavio Paz, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares.

¿Quién hubiese podido ocuparse, en medio de ese fragor, de lo que ocurría a un grupo de 27 hombres en los confines más australes del planeta? ¿Quién, en aquellos momentos, sabía su paradero? O aún hoy, cien años después, ¿quién recuerda cuáles eran sus nombres y su historia?

En agosto de 1914, días después del inicio de la guerra, el explorador británico Sir Ernest Shackleton y su equipo zarparon desde Inglaterra en el buque HMS Endurance. Su misión, como parte de la Expedición Imperial Trans-Antártica, era la de viajar hasta la Antártida y ser los primeros en cruzar el continente. Shackleton ya lo había intentado infructuosamente en dos ocasiones previas, pero si algo tenía ese hombre era un sentido desarrollado de la perseverancia. “A veces pienso que no sé hacer nada más que estar en lo desconocido”, le dijo a su esposa.

Bien sabía que la empresa sería ardua y no se hacía ilusiones. Impacta la honestidad y crudeza del anuncio que publicó para reclutar a los participantes: “Se buscan hombres para un viaje arriesgado. Sueldo bajo. Frío lacerante. Largos meses en oscuridad completa. Peligros constantes. Dudoso retorno a salvo. Honor y reconocimientos en caso de éxito.” Y más sorprende que recibiera cerca de 5 mil solicitudes que hubo de reducir a 56. Finalmente, 27 hombres integraron el equipo bajo su mando.

Shackleton deseaba no solamente batir en la empresa al conquistador del Polo Sur, el noruego Amundsen, sino superar el trágico intento de su compatriota Scott y sobre todo llevar a cabo una expedición tripartita de carácter científico, que haría mediciones magnéticas y geológicas, recabando especímenes y datos durante la larga marcha de 1800 millas, aproximadamente 3,409 kilómetros, a través de parajes nunca antes explorados.

La odisea prevista, transformada en fatídica ordalía, fue la historia de valor y resistencia más notable de aquella era en la que el mundo estaba acabando de ser descubierto. A un día de alcanzar la Antártida, en enero de 1915, el mar de Weddell se congeló alrededor del Endurance. Nueve meses estuvieron atrapados en el hielo sin contacto por radio. Nadie sabía dónde estaban. Y en aquel mundo bizarro todo tenía el efecto de un estado de conciencia alterado: “Los icebergs parecen colgar del cielo, la superficie asemeja una nubosidad plateada y dorada; los bancos de nubes son tierras distantes y los icebergs se disfrazan de islas...”  Pero aún así los ánimos no disminuyeron. Cuando no exploraban los alrededores guiados por los perros de los trineos, organizaban obras de teatro, jugaban futbol en la gélida superficie marina, escuchaban conciertos en el gramófono y hasta concursaban en torneos de corte de pelo.

El domingo 26 de octubre de 1915 marcó el principio del fin. Cuando el hielo empezó a derretirse, abriéndose en grietas y picos, fragmentándose en témpanos que embestían al Endurance, éste comenzó a tambalearse y a crujir. La foto adjunta muestra el momento en que, vapuleado sin remedio, el barco hubo de ser abandonado, lanzando a Shackleton y a sus acompañantes a la desolación. El Endurance había estado constreñido por el hielo durante 281 días. El 21 de noviembre se fue a pique quedando sepultado en las profundidades del mar de Weddell.

A la deriva en pequeños botes, cruzaron el Círculo Polar Antártico la víspera del nuevo año. “Así - escribió Shackleton - después de un año de lucha incesante con el hielo, regresábamos casi a la misma latitud que habíamos dejado atrás con tan altas esperanzas y aspiraciones doce meses antes, ¡pero qué condiciones tan distintas eran las de ahora! Nuestro destrozado barco se había perdido y nosotros vagábamos sin rumbo sobre un témpano flotante a merced de los vientos”. En los siguientes días, este navegante singular planearía la ruta a la isla South Georgia, a 800 millas de distancia, donde estaba el único puesto de balleneros capaz de rescatarlos.

Nunca imaginaron que tal derrotero les tomaría cinco meses más, ni tampoco que resultaría igual o, si cabe, más dramático que lo que ya habían tenido que padecer. La experiencia de maniobrar en aquel mar hacia la isla Elefante al son de olas gigantescas y tormentas inesperadas; de tener que dividirse en dos partidas; de verse obligados a dejar atrás a compañeros heridos y hambrientos para buscar ayuda; de tocar tierra en South Georgia el 8 de mayo de 1916, y cruzar sus montañas y glaciares desconocidos, cosa que nadie antes había intentado, para al fin llegar a un olvidado puerto en la bahía Stromness, y enseguida regresar a recuperar vivos a todos y cada uno de sus 27 hombres, da una idea de la admirable personalidad de Shakleton, de sus indudables y magníficas dotes de líder infatigable. Podrían haber perdido la paciencia, la resistencia, la esperanza. Podrían haberse liado a golpes por una escasa ración de comida. Podrían haber sucumbido de tantas formas y por tantas causas, y sin embargo todos sobrevivieron y regresaron, dos años después, para contarlo.

¿Qué fue lo que permitió que estos hombres actuaran de esa forma asombrosa? Muchos historiadores han escrito que la tripulación del Endurance fue paciente, flexible y fuerte al enfrentarse a la adversidad. Sin embargo, no me cabe duda que la principal ventaja que tuvieron fue el liderazgo de Shackleton. Entre sus cualidades destacaban un optimismo a prueba de toda contrariedad, la capacidad generosa de pensar en los demás y ponerse en su lugar, y sobre todo, una vocación incondicional de servicio. Siempre se preocupó primero por su tripulación. Eran más importantes para él que la fama y la gloria personal. Guiaba con el ejemplo. Sabía que el primer paso hacia el liderazgo verdadero se da según la forma como tratamos a nuestros compañeros de viaje.

¿Con qué regresaron a Inglaterra aquellos 27 héroes tras una vivencia única que a todos dejaría marcados? Además de varias fotos y filmes para admiración de la posteridad, Shackleton y sus hombres traerían de regreso de la Antártida únicamente tres cosas: una azuela, una hornilla para cocinar y la bitácora del viaje. “Habíamos sufrido, pasado hambre y triunfado, arrastrándonos pero también tocando la gloria; habíamos crecido en la grandeza del todo. Vimos a Dios en su esplendor y escuchamos el texto que recita la Naturaleza. Habíamos alcanzado el alma desnuda del ser humano... ¡Qué gloriosa época en la que vivimos!”


Con cariño para cuatro modernos e intrépidos aventureros australes.



La extraordinaria historia del HMS Endurance, su capitán y su tripulación se encuentra narrada, entre otros, en el libro The Endurance: Shackleton's Legendary Antarctic Expedition, de Caroline Alexander, en el que se basa un excelente documental narrado por Liam Neeson. En él podrán ver imágenes originales increíbles: https://www.youtube.com/watch?v=LVnWo1rRaoA  
Recomiendo también Ernest Shackleton: To the End of the Earth, en: https://www.youtube.com/watch?v=yEBfMD1FYac


martes, 29 de julio de 2014

Principios y Finales Noticias del Trópico 67

No estaba sola. En aquella habitación desconocida me encontraba en compañía de una chica joven, delgada, de tez muy blanca y pelo negro. Yo sabía que estaba muerta pero no me importó. Nos mirábamos y yo me sentía extrañamente a gusto. De pronto, con ojos asustados, me dijo: “Hay alguien más aquí”. Y en efecto, comencé a escuchar una respiración jadeante y por primera vez sentí miedo. La puerta se abrió a una habitación contigua y vi, sentada en un sofá, a otra mujer, también joven y también muerta. Su pelo rubio y ojos verdes contrastaban con una cara, un cuello y unas manos que ya presentaban signos avanzados de descomposición. Mientras se incorporaba y se venía hacia mí, yo comenzaba a gritar como una loca. La chica de pelo negro me urgía: “¡Dale lo que quiere! ¡Rápido! ¡Dáselo!”, pero yo no sabía qué era. “¿Qué quiere? ¡Dime!”, gritaba yo, viendo a la zombie cada vez más cerca de mí. “¡Rápido! ¡Dale esto!”, me decía la chica de pelo negro, entregándome una gran caja plana, como para guardar mapas, amarrada con un cordel. Con trabajo arrastré unos centímetros la pesada caja y se la entregué a la zombie. Al parecer esto era lo que quería, pues se detuvo. Pero nunca lo sabré con certeza porque en ese momento desperté en medio de mis gritos desaforados.

Esta pesadilla con sabor a Stephen King fue el resabio de un día cuajado de emociones hace tres semanas: el día en que supe que la tesis doctoral, que llevo 6 años investigando, escribiendo, anotando, revisando y corrigiendo, estaba por llegar a su fin. Me faltaban aún algunos detalles, pero la inminencia del cambio era una realidad insoslayable. A punto estaba de ponerse en marcha el engranaje de trámites, integración del sínodo, revisión de estudios, cartas y firmas, que pronto desembocarán en la fecha del examen de grado, ese ceremonioso y emblemático rito de paso que significa el doctorado, por tantos años acariciado como un sueño lejano y, no pocas veces también, resistido como la más interminable de las torturas.

Ahora, mientras escribo esto, la maquinaria ya está en marcha y la tesis ha salido de mis manos. La catarsis de la pesadilla y el comentar este proceso con mis gurús de cabecera, me tranquilizaron y abrieron la puerta a una alegría genuina. Pero no por ello he dejado de sentirme extraña. Me despierto por las mañanas y algo falta en mi vida... ¡la tesis! Estas vacaciones son las primeras en 6 años que no estarán dedicadas a la tesis. Ayer me fui con amigas a almorzar y al cine, y nunca me abandonó una sensación, como un leve picor, de estarme yendo de pinta porque no estaba haciendo la tesis. No hay duda que ahora tendré mucho tiempo libre, pero aún no sé bien qué hacer con él. Aunque ya tengo planes, me siento en una especie de limbo o compás de espera. Tampoco hay duda de que, durante 6 años, la tesis me sirvió de pretexto perfecto para no involucrarme en actividades y proyectos, para no decir que sí a invitaciones, para no aceptar distraerme, para mantenerme al margen de ciertos pormenores de la vida. ¡Ah, la comodidad de la tesis! ¡El perfecto escondite!

De lado quedaron, incluso, las Noticias del Trópico, siendo éstas las primeras que escribo en 2014. Me doy cuenta de que tengo ganas, propósitos y temas diversos en el tintero pugnando por salir a la luz. Ahora tendré el tiempo de retomar estas noticias y también las Crónicas de Ambarluna, mis novelas, dejadas por años en stand-by, mi anhelo de pulir mi francés y mis lecciones olvidadas de portugués, una que otra clase de baile y zumba, aquellas caminatas por la ciclopista y el Parque Kabah, el entrenamiento en las dunas de Playa Delfines, la redecoración de mi estudio y una zambullida en fotos, cartas y papeles de abuelos y lejanos parientes en busca de respuestas y derroteros. Con mi pareja estamos planeando viajes y maquinando la compra de un teclado en recuerdo del piano de antaño.

Me impacta mucho pensar en aquella Lorena de 20 años que, en enero de 1974, ingresó a la carrera de Antropología Social en la Ibero: alguien muy distinto de la Lorena de hoy y que, sin embargo, juntas y de la mano, verán próximamente coronado ese largo proceso académico. Aquella Lorena que escogió como tema de vida profesional una guerra alrededor de la cual giraron sus afanes hasta el día de hoy, marcando incluso su lugar de residencia y varias de las trayectorias de su existencia; aquella Lorena de la mano de ésta, listas ambas para ser reconocidas por sus pares como miembros de un selecto grupo, que lo es no porque sus miembros sean superiores al resto de las personas, sino porque al menos en nuestro país se trata de un grupo reducido; pocos tienen la oportunidad de llegar a él, de aprovechar talentos, recursos y circunstancias de vida. En nuestro país, el doctorado es, más que nada, un logro personal, sí, pero también un privilegio vedado a la mayoría de las y los mexicanos.

El proceso aún no llega a su fin, pero en breve se convertirá en cierre y portal a otra etapa de la vida.


lunes, 16 de septiembre de 2013

Al final de la sexta década (El newsletter de Lorenzia, año 15, núm. 66, 11 de septiembre, 2013)




"Sólo un loco celebra que cumple años". George Bernard Shaw 


Este 26 de agosto pasado, mi madre, de estar viva, habría celebrado sus 102 años. Lo escribo y me estremezco, probablemente porque me parece una cifra exorbitante y porque yo me sigo sintiendo su hijita a pesar de estar cumpliendo 60. No me siento como aquella niña, pero sí la misma que llevo siendo de un buen tiempo para acá, mucho antes de llegar a este ominoso cruce de caminos.
¡Qué rápido se va la vida! Ahora me encuentro aconsejándole a mis amigas más jóvenes, aquellas que bien podrían ser mis hijas, lo que mi madre me recomendaba a mí: Aprovechen la vida pues solo hay una, hagan lo que quieran y disfrútenlo sin tantas cargas y preocupaciones como yo recuerdo haber tenido a su edad…

Y si pensar en los 102 años de Queenie me zarandea, ¿qué decir de mis seis décadas? ¿Cuántas etapas de la edad adulta he atravesado ya? ¿Cuántos ritos de paso? ¿De cuantas vivencias me he graduado? Y lo más importante: ¿seguí el consejo de mi madre? De una cosa estoy segura: no me arrepiento de nada. Sé que podría haber sido más sabia al tomar ciertas decisiones, pero también sé que lo hice con lo que en ese momento tenía, a partir de unas circunstancias dadas. Cada vez me convenzo más de que, en cada hito de la existencia, lo único que se requiere es hacerlo lo mejor posible con lo que tengamos a la mano. Nadie nos puede pedir más. Y desde la perspectiva de estas seis décadas, aprecio mi vida, la asumo, la acepto y entiendo que gracias a todas esas buenas y no tan buenas decisiones, deseos, voluntades, caprichos, experiencias, fatalidades, albures y albedríos, soy quien soy: un producto en proceso de creación que, además, me gusta mucho y del que estoy bastante satisfecha.

De mis padres y en general de mi familia y en mi casa aprendí muchas cosas valiosas, pero ninguna tanto como el gozo de la vida, del amor, de la sexualidad, de los libros, de la música, de la comida y las sabrosas sobremesas, de los retos intelectuales, de la historia propia y del mundo… He recibido muchas enseñanzas, pero si tuviera que escoger una, sería el amor por la libertad y todo lo que conlleva de responsabilidad personal, de tolerancia ante lo ajeno y distinto, de respeto por la diversidad. Hoy en día, cuando la libertad está tan amenazada, resulta una enseñanza muy radical. A mi rebeldía la enciende la censura y el freno a mi libre expresión. Y lo que más temo son todos los “ismos” que conozco, agrupando ideologías que encasillan más que liberan, convicciones que al querer incluir excluyen, posturas políticas que pierden sus virtudes bajo dogmas, consignas y lenguajes dizque correctos que solo disfrazan y aguadan la realidad. La palabra “legislación” ha terminado por darme grima, ante el moderno afán de legislar – limitar – la naturaleza humana. Sin poder definir con exactitud qué era, crecí bajo el signo del libre pensamiento. Nunca me censuraron qué ver, oír, decir, leer, escuchar, aprender, indagar, explorar ni experimentar. No tuve ni he tenido más límites a mi desarrollo como persona que los que yo misma me puse.

Anoche tuve un sueño curioso. Soñé que era una anciana y estaba agonizando, y que mi hijo, un hombre canoso como de unos 65 años, estaba a mi lado. Había también otra persona anónima y sin rostro. Algo se decían y mi hijo se sentaba en la cama y me tomaba una mano. Se estaba despidiendo. Yo no oía sus palabras sino que pensaba: “Así que así es el final; al fin, el final de mi vida ha llegado”. Observaba mi respiración y, notando un resuello, comprendí que mi muerte estaba próxima. Me sentí tranquila, al extremo de ocurrírseme una broma. “¿Y que pasaría – le dije a mi hijo, interrumpiéndolo – si no me muero ahorita ni mañana?” El se puso de pie muy sorprendido, tratando de alejarse, y me dijo: “Pues habría que ver qué opinan los demás”, refiriéndose, creo, a la aprobación del resto de la familia. Eso bastó para que se me olvidara el asunto de la agonía y el pacífico final. Lo agarré de la muñeca con una fuerza portentosa e inverosímil. “¡A ver, explícame que quisiste decir con eso!”, casi le grite. Y me quedé sin saberlo porque en ese momento desperté.

No cabe duda, la soberbia y la ira son mis principales defectos de carácter…

Me regalé una tirada de las runas por mi cumpleaños y salió Inguz. Semejante a la luna, a la parte intuitiva de nuestra naturaleza, símbolo de fertilidad y de nuevos comienzos, esta runa habla sobre todo de cierre de círculos y de lo esencial de completar lo iniciado. Y al hacerlo, siempre que cerramos una puerta abrimos otra y damos el primer paso en un nuevo sendero. Siendo una runa de gran poder, me enseña que tengo la fuerza necesaria para lograr la completud, fertilizando el sustento de mi propio renacimiento. Éste no está exento de riesgo. El parto es el momento supremo del todo o nada, la transición necesaria que atraviesa el peligro para salir a la luz. Requiere preparación, apertura, disposición, calma y la certeza que sólo da una confianza total en la benevolencia de la vida…

jueves, 20 de junio de 2013

Anatomía autobiográfica de un hardware y su correspondiente software. El newsletter de Lorenzia, año 15, núm. 65, 20 de junio, 2013.



Queremos que conozcas la antigua versión 3.0 de hermoso diseño, en apariencia sólida y eficiente pero en realidad aquejada de varios problemas desconcertantes: sin previo aviso se congelaba o bien se desconectaba en automático de la memoria RAM, provocando reacciones eléctricas caprichosas y hasta peligrosas. Encontramos que en gran medida se debía a una excesiva recarga en sus funciones inteligentes aunada a su deshabilitada capacidad energética para conectarse con el corazón del disco duro. 


Recomponerla implicó un doloroso proceso técnico desarrollado en varias etapas, en una de las cuales, debido a su dependencia de dispositivos por completo ajenos a su sistema, sufrió golpes literales. Por fortuna su vigorosa constitución de origen no estuvo nunca en peligro de llegar a un corto circuito total. No fue sino hasta la versión 4.4 cuando emprendimos soluciones sin duda drásticas, pero que nos hicieron sentirnos esperanzados. Tuvimos que hacer uso de tecnologías de punta inventadas en la India, donde los técnicos de Osho Inc. tardaron seis meses en reprogramarla con resultados excelentes aunque no de inmediato visibles. 


A partir de entonces hemos mejorado continuamente sus circuitos hasta llegar a la actual versión 5.9, más resistente a los virus malignos y con un moderno chip incorporado que le permite recargar su batería de una forma más sana, así como programas y aditamentos que garantizan un saludable desempeño por varios años. Su tecnología inteligente sigue siendo en principio cerebral, pero ha desarrollado por su cuenta una serie de funciones complementarias que no dejan de sorprender. No es, por supuesto, infalible, pero igual te la recomendamos.