viernes, 5 de febrero de 2010

Una noche en la Riviera Maya. Noticias del Trópico 25

NOTICIAS DEL TRÓPICO
El newsletter de Lorenzia, año 7, núm. 25, 9 de octubre, 2005.

Una noche en la Riviera Maya

Mis afanes de escribidora me llevaron a pasar una noche en uno de los típicos hoteles all-included de la Riviera Maya. Ya me esperaban, pues al hacer la reservación me preguntaron que a qué hora pensaba llegar. Me topo con una fortaleza: seguridad en la puerta, walkie talkies, y como me tardé en llegar al lobby, ya venían por mi al estacionamiento.

En la recepción, el registro en italiano; en las habitaciones, los avisos en italiano. Todo el personal del hotel habla italiano, lo que me hace preguntarme si no se estará convirtiendo este idioma en la segunda lengua de Quintana Roo después de…¿el español?... ¿el maya?... ¿el inglés?...

Esa noche había cena mexicana, es decir, el restaurante decorado profusamente con banderas, papel picado en los colores nacionales, sarapes y sombreros.
La entente cordiale italomexicana estaba presente en cada platillo: antipasto y tacos al pastor, pizza y elotes con crema y queso, ravioli y pescado a la veracruzana. En la mesa de postres, buñuelos, chongos zamoranos, polvorones y cocada, acompañados aquí y allá de copas de spumoni y tiramisú.

Pero el highlight de la noche fueron sin duda los mariachis interpretando O Sole Mío, y lo más sorprendente es que nada más reconocieron los primeros acordes, 500 italianos empezaron a tararear la melodía y luego a aplaudir rabiosamente las proezas del tenor azteca. Como me imagino ocurriría si en la Costa Azul, un humilde discípulo de Pavarotti interpretara México Lindo y Querido ante 500 turistas chilangos.

Algo agradable e inesperado es el sonido de arpas, flautas, clavicordios, laúdes y otros sutiles instrumentos musicales que sale de la selva y del manglar, y que me acompaña a lo largo del aproximadamente kilómetro y medio de caminata desde el lobby hasta mi cuarto. No me quejo, es buen ejercicio para bajar la cena.

Me sigo de frente y llego hasta la playa, desde donde se ven más estrellas, Marte en el horizonte, un faro hacia el sur. Se me acerca el guardia, no solo porque lo es, sino porque soy una mujer sola parada en una playa a la media noche. Creo que se desilusiona al comprobar que no soy italiana y no requiero de sus servicios, pero en cambio entablamos una breve pero agradable charla sobre el mar y sus pescaditos y acaba encantado de que pertenezca yo a esa rara especie en extinción – las y los mexicanos – que casi nunca se ve por estas latitudes, y menos una mexicana de Chetumal. Por la cara de asombro que pone, pareciera que acabo de aterrizar en una nave espacial.

Temprano por la mañana, camino hasta el faro cuya luz me atrajo la noche anterior y me alejo del hotel quizá dos kilómetros. Estoy benditamente sola y decido quitarme el traje de baño antes de meterme al mar. Qué delicia su frescura y qué primigenia sensación de estar llevando a cabo un ritual sagrado. Siempre que entro al mar, especialmente si camino lentamente como en este caso, con el agua a la rodilla poco a poco haciéndose cada vez más profunda, me siento purificada y renovada, revitalizada y absuelta por ese baño de sales y energía orgánica. Comprendo y comparto la adoración de millones de seres del planeta al sol y al mar. El mar nos llama y nos llama y nos va atrayendo, recuperando inevitablemente los genes de nuestro origen.

En esas estoy, flotando en los brazos de Poseidón, cuando aparece un tipo, probablemente huésped del hotel, probablemente italiano, y enseguida se prenden las luces rojas y suenan las sirenas, como seguro le ocurriría a cualquier mujer - desnuda o no - que estuviera en una playa solitaria y apareciera un tipo. Traemos ese cassette grabado con sangre en la sangre. Pero él se mantiene prudentemente alejado, enviando la señal inequívoca de que no hay bronca, no son esas mis intenciones, yo estoy en mi rollo. Se pone sus aletas y esnórquel y se mete al mar. Me encanta comprobar la maravilla de las sutilezas en la comunicación entre los seres humanos. Aparecen dos yates de pesca por el otro lado, como con 10 tipos a bordo de cada uno, y me da risa sentirme tan acompañada en un lugar que hasta hace unos minutos estaba completamente desierto. Me saludan con la mano y se alejan.

Salgo por fin a la playa, y ya me he puesto el traje de baño cuando aparece a lo lejos una pareja que viene desde el hotel. Como era de esperarse, mujer soy al fin y al cabo, primero la miro a ella y hago rápidamente un chequeo comparativo mental: bikini versus traje completo, arrugas, panza, flacidez, celulitis y edad, y compruebo satisfecha que la comparación se inclina decididamente a mi favor. Luego, al cruzarnos, al que miro a los ojos y le sonrío es a él y el me mira y me sonríe a mí. Porque así son los hombres y así somos las mujeres.

Me dirijo hacia la alberca y paso junto a dos empleados que están barriendo y arreglando las tumbonas. Me llegan pedazos de su conversación: “… sí, hombre, el chaparro ese que a todo le dice chan, mi chan pueblo, mi chan casa, yo ya lo apodé Chan, Qué pasó mi Chan, Cómo te va mi Chan, así le digo…” y ese maya, al que supongo se refiere el empleado, quizá le responda sonriendo porque está en su naturaleza apacible hacerlo o quizá porque no le queda más remedio, porque es uno más de los cientos de mayas que emigran en busca de trabajo, cualquier trabajo, a la Riviera Maya, donde una noche de hospedaje todo incluido cuesta más de lo que él gana en un mes.

Y puesto que a escribir vine, eso hago cuando llego de nuevo a mi cuarto, antes de elevarme en el platívolo que me llevará de regreso a mi casa, lugar que comparado con la Riviera Maya es el Macondo de Nunca Jamás.

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