viernes, 5 de febrero de 2010

Tres toneladas menos. Noticias del Trópico 28

NOTICIAS DEL TRÓPICO
El newsletter de Lorenzia, año 8, núm. 28, 5 de abril, 2006.

Tres toneladas menos

Me tardé mucho en escribir estas Noticias del Trópico porque sin duda son parte de la catarsis, del clavado, de la renovación. Tengo que escribirlas después de todo lo que ha ocurrido desde que empezó el año. He estado inmersa en un proceso personal, y si bien he escrito al respecto pequeñas anotaciones – me va la vida en ello, escribir es mi forma de entender y digerir al mundo y mi mundo – no había tenido, hasta hoy, el tiempo ni el espacio para emprender la tarea a fondo.

Todo comenzó con el extraordinario viaje que hicimos John y yo a España en diciembre, donde pasamos Navidad y Año Nuevo con algunas de mis amigas y de mis familiares más queridos. Varios días enriquecedores en Barcelona, otros tantos de redescubrimiento de Valencia y de la historia familiar, y finalmente Madrid, castillo famoso, la reunión de primos, sobrinos, cónyuges, en fin, una gran familia unida por lazos que atraviesan océanos y acercan continentes. Abrazar a mi tía de 102 años me sumergió en un mar de recuerdos y de reflexiones. Y entrar en la Madre Patria con mi flamante pasaporte español, me hizo sentirme, una vez más, en casa y como pez en el agua. Un orgulloso pez en el agua de sus ancestros.

De regreso a este otro mundo que es Chetumal, la vorágine del cambio me atrapó. Más bien la vorágine la provoqué yo misma, impulsada por una gran necesidad de poner orden y concierto en algunos aspectos de mi vida y decir adiós donde ya había que hacerlo. Dejé Casa Mosaico y me retiré de la sociedad en la que había estado comprometida por casi 6 años. Los ríos subterráneos de las emociones apenas se están dejando ver. Pero en aquel momento, el imperativo era de orden práctico: ¿dónde poner todos mis bártulos de yoga y masaje, si mi casa parecía una versión miniatura del Rastro y la Lagunilla juntos?

Soy hormiga, urraca, ratón. Todo, absolutamente todo lo guardo, en espera de que se vuelva a poner de moda, se necesite para componer algo, se pueda reciclar, reutilizar, readaptar. Previsión para el futuro doblemente exagerada por mis obsesiones de Virgo. ¿Qué tal si esto sirve? Mejor no lo tiro. Ese es mi lema. Y así he acumulado alegremente toneladas de cosas que esperan pacientes sus 15 minutos de gloria, servir de algo algún día.

El dejar Casa Mosaico me obligó a reevaluar no solo el estado de cosas a mi alrededor, sino estas mismas ideas, esta necesidad de acumular o, quizá, de parapetarme tras una muralla de objetos para escapar del mundo. De lo que sí estoy segura es que soy el tipo de persona que, a donde llega, invade. Soy capaz de llenar una casa vacía en tiempo récord y expando mis dominios rápido y facilito. Pero frente a una necesidad real de espacio, no tuve más remedio que cuestionar esta filosofía y esta forma de ser, y algo en mí empezó a anhelar la sobriedad de una pared blanca, la superficie lisa y vacía de un escritorio, la atmósfera de simplicidad monástica de una habitación, la frugalidad en los adornos, el abandono del barroco churrigueresco por un orden sencillo y abarcable de las cosas.

De pronto me di cuenta de que me había acostumbrado tanto al atiborramiento, que ya no lo veía. Ya se había convertido en algo rutinario que me pasaba desapercibido. Y así empecé, tímidamente al principio, a separar lo realmente útil de lo no tanto, a abrir clósets y tratar de mirar su contenido con otros ojos, a buscar la manera de conjurar de la nada más espacio para tantas chácharas. Y aún en las mentes más tozudas se tiene que hacer finalmente la luz: si quieres meter cosas nuevas, tienes que sacar cosas viejas. Si quieres guardar, tienes que soltar. Si quieres decir hola, tienes que decir gracias y adiós.

Adopté, medio a regañadientes, los consejos de una sabia amiga experta en tirar a la basura todo lo superfluo: no vayas a comprar otro librero, mejor deshazte de libros que ya nunca volverás a leer o que nunca leíste y que otros pudieran aprovechar. No metas ninguna prenda de vestir nueva al clóset sin sacar una que ya no te pones o ya no te queda. Échale una mirada crítica a todo aquello que no has utilizado, usado o abierto en un año, pues lo más probable es que sea prescindible. Sabiduría pura.

Y así, desde mediados de enero, fui recorriendo mi casa rincón por rincón, habitación por habitación, armario por armario, cajón por cajón. Me deshice de basura que fue a dar a la basura y me deshice de muchas cosas que podían servirle todavía a alguien: muebles, lámparas, cuadros, adornos, enseres de cocina, electrodomésticos, equipo de computación, cassettes de música, videos, ropa, zapatos, bolsas, maletas, herramientas y literalmente cientos de cosas más.

Obvio que lo más difícil de soltar fueron los libros. ¡Qué manía la de los libros! ¡Qué obsesión! O debería decir adicción. Pero hice progresos inimaginables: me deshice de cajas de libros, revistas, documentos, fotocopias y colecciones para los amigos, el archivo estatal y la biblioteca pública. Muchas cajas.

Quedó tanto espacio libre que ahora tengo un cuarto enterito para masaje, que pienso pintar y arreglar, y donde pondré mi mesa para recibir a mis clientes. Mi casa, después de dos meses de este proceso, pesa tres toneladas menos. Creo que hasta yo misma perdí peso. Al menos me siento más ligera de equipaje.

Y como lo que es arriba, es abajo, y lo que es afuera, es adentro, el proceso de limpieza me llevó a muchos parajes que hacía años no visitaba y me trajo fantasmas y espejos del pasado que hace mucho no me visitaban a mi.

Se me estrujó el corazón frente a cientos, posiblemente miles, de fotocopias que se fueron a la basura, muchísimas de ellas sin haberse utilizado, que me remitieron a otros tantos proyectos académicos que concluyeron o que nunca se emprendieron. Toqué fondo con mi vida académica, con aquel doctorado que se quedó en el tintero, un pasado académico que ya no fue y que se convierte en papel de reciclaje.

Me doy cuenta de que lo que más me gustó - y me gusta - fue el proceso de la investigación, el ir a tantas bibliotecas y archivos, encontrar esos libros y documentos, el placer de leerlos, la cantidad de ideas que me sugirieron y el gozo de transformarlos en una investigación y una publicación. Creo que por eso guardaba tanto papel cuya misión ya se había cumplido. Recorrí las cajas de mi vida estudiantil en el posgrado de la UNAM y guardé lo esencial. Abrí las cajas de mi vida como maestra en la UQROO y me quedé con lo imprescindible.

En este remover y sacar, tirar, regalar y guardar, aparecieron mis tres anillos de graduación y hasta mi anillo de bodas.

En febrero se fue el piano. El de mi abuela, que mis padres le compraron en 1950 en el Monte de Piedad por la fabulosa cantidad de 6,197 pesos de aquel entonces. No lo lloré, pero sí me despedí de él con agradecimiento profundo. Me da gusto que esté en una escuelita de música y que otras manos lo toquen y le den sentido a su existencia. Yo lo tenía muy abandonado.

Además de los muchos y evidentes beneficios de todo este proceso, algo estupendo fue reencontrarme con novelas que leí hace muchos años y que ahora se me antojó mucho releer: ¿Se acuerdan de Fear of flying, aquel divertido bestseller feminista de los setentas escrito por Erica Jong? El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell me intriga, pues lo leí en la adolescencia y no creo haber tenido las necesarias experiencias de vida como para apreciarlo a fondo; las novelas de Vicki Baum que le encantaban a mi madre, D.H.Lawrence, por no dejar desatendido ese delirio de otras épocas.

Por otra parte, aparecieron obras que llegó ya el momento de leer por primera vez, entre otras, À la recherche du temps perdu, de Proust, obra completa en un tomo grande y pesado como ladrillo que compré en el 2000 en la Gare du Nord de París y que es mi próximo gran proyecto de lectura; Mrs. Dalloway, aunque hincarle el diente a Virginia Woolf siempre me ha resultado una empresa ardua y seria; la colección de Los Reyes Malditos; y nada menos que Peyton Place, la Caldera del Diablo de Grace Metallious, creadora en su momento de un nuevo tipo de novela y de un best-seller instantáneo a sus 32 años de edad.

Quiero terminar este relato de revolución y renovación con la aventura, largamente pospuesta, de sumergirme en el reino empolvado y oscuro del tío Luis Careaga y sus papeles. Por lo pronto, ya se de quién heredé la manía acumulativa.

No me refiero a los volúmenes de su inmensa biblioteca, muchos de los cuales conservé y otros muchos regalé o doné, y que reflejan los variadísimos intereses que el tío Luis tuvo a lo largo de su vida: desde Las Moradas de Santa Teresa y las Confesiones de San Agustín, las reglas de diversos conventos de monjas y los breviarios teológicos en latín, hasta docenas de tratados de herbolaria y agricultura, pintura, música renacentista y beisbol, de fabricación de chocolate y cultivo del arroz, de jazz y ajedrez, de reyes visigodos y catedrales góticas, del oro y los alquimistas, de las minas de hulla y el lenguaje de los cretenses, de las obras hidráulicas del Valle de México y de la educación de las señoritas, del teatro de Tirso de Molina y la caligrafía barroca, así ad infinitum.

No me refiero a esos libros, sino a exactamente 62 paquetes de papeles que me siguieron en mi andar por el mundo durante los últimos 30 años y que, a fines de febrero pasado, hube por fin de abrir y confrontar.

Abro el primer paquete y Velázquez me mira de reojo desde un solitario billete de 50 pesetas de 1928, perdido en ese limbo de historia personal. Le sigue un gastado folder con recortes del periódico Excélsior de 1969 y 1970 que me hacen pensar en la película “Una mente brillante: “Murió el dictador portugués Antonio Oliveira Salazar”, “La Orden de las Artes y las Letras para Álvaro Arauz”, “A pesar de lo dicho por el Papa, los obispos holandeses atacan el celibato”, “El más conocido de los púlsares aceleró su ritmo”, “Con la táctica y la estrategia no se gana un juego de fútbol”, “Quienes no estén conformes con el PRI, que se vayan, dijo LEA en Tierra Blanca”, “Experimenta EU con el Rayo de la Muerte”...

Conforme fui avanzando en la maraña de paquetes y papeles, aparecieron
acuarelas, dibujos y mapas, bolsas de plástico llenas de bolsas de plástico, cientos de fotos, cartas y felicitaciones de Navidad y cumpleaños, papeles de colores cuidadosamente doblados que alguna vez envolvieron regalos, libretas, papeles y más papeles.

Me zambullí en sus diarios, en aquella su abigarrada letra y números arábigos reinventados por él, donde la g y la y, el 9 y el 5 pierden sus redondeces y se vuelven geométricos y cubistas. La tarea no solamente resultó paleográfica, sino decepcionante. Misteriosamente, ningún diario era anterior a 1948 (el tío Luis nació en 1899) y todos eran un recuento detallado al extremo de cada paso y actividad de su vida cotidiana desde que se despertaba a las 6 de la mañana, hasta que se acostaba a las 6 de la tarde. Por desgracia, en su mayoría incomprensibles y cifrados, hube de desecharlos, excepto por algunas páginas legibles sobre la vida en Fuego 965, la casa de mi infancia y adolescencia. He preservado también recuentos muy personales y hasta desgarradores, de etapas infelices y difíciles de su existencia, que envió expresamente a amigos y a miembros de la familia.

Me fascinaron sus obras, que podríamos llamar literarias y académicas, burdamente empastadas y copiadas a máquina cinco y diez veces en papel calca y de carbón color azul. Conservé, para la posteridad y la historia familiar, al menos un par de ejemplares de cada una. La lista es enorme y enciclopédica. Destaca su trabajo de investigación y descubrimiento de los restos del bachiller Fernando de Rojas, autor de La Celestina, que muy caro habría de costarle, según el propio tío Luis revela, en su relación con el mundo sobrenatural. Destacan también sus incontables sonetos, en especial los dedicados a México y a las mujeres, y sus versos reservados que, según advierte, no son aptos para menores de 23 años. Están sus comedias picarescas, sus tratados científicos, sus incursiones en el arte, sus memorias humanistas.

Me enternecieron los recuerdos de familia que conservó, y no solo de sus hermanos o de su hija Clarissa. Un recorte de periódico sin fecha, pero que debe tener por lo menos 50 años dice que “El niño Juan A. Careaga recibirá importante premio ganado en el programa ¿Quién soy yo?”, mientras que los coloreados dibujos de Beatriz me sonríen con soles y flores y extraños pájaros.

También seleccioné la correspondencia, guardando las cartas escritas a miembros de la familia y recibidas por él de parte de todos nosotros, desde México, España, Venezuela y Estados Unidos. Me encantó una postal de dos oseznos del parque Yellowstone, fechada el 8 de diciembre de 1952, en la que Queenie, José, Alfredo y Johnny le mandan muchos abrazos y mi papá le pide que escriba contando cómo estuvo la cosecha de arroz (en esos momentos, el tío Luis vivía en Venezuela y se dedicaba a la agricultura). Sin que ninguno de ellos lo supiera, yo ya estaba presente cuando esa postal fue escrita y recibida dos semanas después, reencarnada en apenas un grupúsculo de células reproduciéndose a velocidades vertiginosas en el tibio útero de mi madre.

Y no podía faltar el recorte periodístico de emocionante encabezado: “Si usted se apellida Careaga, no pierda el tiempo. Procure demostrar que es heredero de su antepasado Francisco que murió en Texas y será multimillonario”. Fantasía tan de los Careaga, que nos sigue y persigue y se entremezcla con la realidad.... Pero, volviendo al reino de lo terreno, desafortunadamente nuestra rama de la familia resultó no estar emparentada con aquel personaje.

El más jugoso saldo de todo este laberinto de paquetes resultó ser la versión del tío Luis de la historia de la familia Careaga Echevarría y de la familia Echevarría Azcárate, así como un largo y prometedor recuento de Monte Viejo y de las fincas de Munoa y Casa Blanca. En estos profusos escritos, así como en el grueso folder titulado “Elefanta”, se encuentran las historias familiares y las memorias de un pasado que busco, en el que están involucrados él y sus hermanas y hermanos, nuestros padres y madres, nuestra sangre.

De La República de Elefanta, el imaginario Estado creado por ellos en su infancia, dice el tío Luis:

La familia Careaga Echevarría
es siempre, siempre es, Elefanta,
procede en Señorío de la ría
es río de navíos, es su estampa.

Un buen final/comienzo.

1 comentario:

Musingone dijo...

Soy Javier, un amigo de Virginia Careaga, prima tuya, hermana de Martín Careaga. Ella ha leído en tu blog que tienes documentos de Luis Careaga. Virginia está ordenando los papeles de su padre y tiene un soneto de Luis sobre la lengua vasca y el sánscrito. Piensa que igual tienes tú algún documento de su padre y quiere ponerse en contacto contigo. No tiene cuenta de Google y por eso no puede escribir directamente un comentario en tu blog. Su email es virtxi46@hotmail.com, anímate a escribirle.

Un cordial saludo. Javier Echeverría