viernes, 5 de febrero de 2010

De maestros y premios Nóbel de literatura. Noticias del Trópico 7

NOTICIAS DEL TRÓPICO
El newsletter de Lorenzia, año 3, núm. 7, abril 26, 2001.

DE MAESTROS Y PREMIOS NOBEL DE LITERATURA

En 1994 salió a la luz el último manuscrito en el que trabajaba Albert Camus antes de su muerte, ocurrida en enero de 1960. Aunque incompleto, ha sido publicado bajo el título de El Primer Hombre, y su párrafo inicial es ya, en sí, toda una obra de arte.

Camus es uno de mis escritores/filósofos favoritos. A quien no conozca nada de él, le recomiendo la lectura de La Peste y El Extranjero, dos novelas fuera de serie que, junto con diversos ensayos filosóficos y varias obras de teatro, constituyen el acervo que le valió el Premio Nobel de Literatura en 1957.

Su Discurso de Suecia, pronunciado al recibir dicho galardón, es una de las reflexiones más profundas y hermosas sobre su filosofía de la vida (quizá ligada, en un momento dado, al existencialismo de Sartre, aunque luego tomó su propio rumbo) y especialmente sobre la manera como Camus entendía su arte y su papel de escritor:

“Un sabio oriental pedía siempre en sus plegarias que la divinidad tuviera a bien salvarlo de vivir una época interesante. Como nosotros no somos sabios, la divinidad no nos ha salvado y vivimos una época interesante. En todo caso, ésta no admite que podamos desinteresarnos de ella. Los escritores de hoy lo saben...”

“Crear hoy es crear peligrosamente. Toda publicación es un acto y un acto expuesto a las pasiones de un siglo que no perdona nada”.

“Los verdaderos artistas no desprecian nada; se obligan a comprender en lugar de juzgar”.

“Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo logrará. Pero su tarea es quizá más grande. Consiste en impedir que el mundo se destruya... esta generación ha debido, en ella misma y a su alrededor, reconstruir, a partir de sus solas negaciones, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir”.

En los anexos de la edición de “El Primer Hombre” hay dos cartas, la primera escrita por Camus a su maestro de primaria después de recibir la noticia del Nobel, y la segunda, la contestación de dicho maestro. Creo que hablo por todos aquellos que nos hemos dedicado, en algún momento de la vida, a la enseñanza cuando digo que no hay como el placer orgulloso de saber que ayudamos a sembrar una semilla de potencial en alguien que la lleva hasta su florecimiento y que, como maestras y maestros, florecemos y aprendemos y crecemos a la par de ese alumno especial. Pero en estas cartas no solamente se habla de ello, sino de otro tema que me interesa destacar, en vista de las tendencias reaccionarias, mochas, fundamentalistas y fanáticas que están comenzando a desatarse a nuestro alrededor (léase Abascal, Pro Vida, varios dirigentes de la iglesia católica y todos aquellos que tienen en la mira a la educación laica y universal).

He aquí estas dos cartas, amigas y amigos, con el ánimo de que las disfruten y consideren. La traducción es mía.

19 de noviembre de 1957
Querido Señor Germain:
He dejado que se extinga un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de dirigirme a usted de todo corazón. Acaban de concederme un gran honor, que no he ni buscado ni solicitado. Pero cuando me enteré de la noticia, mi primer pensamiento, después de mi madre, fue para usted. Sin usted, sin esa mano afectuosa que le tendió a aquel niñito pobre que era yo, sin sus enseñanzas y su ejemplo, nada de esto habría ocurrido. No me hago grandes ilusiones sobre esta clase de honores, pero éste, por lo menos, me da la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y continua siendo para mí, y para asegurarle que su esfuerzo, su trabajo y el corazón generoso que siempre puso en ello, permanecen siempre vivos en uno de sus pequeños estudiantes, quien, a pesar de su edad, no ha dejado de ser su agradecido alumno. Le abrazo con todas mis fuerzas.
Albert Camus.

Argel, el 30 de abril de 1959.
Mi querido pequeño:
Enviado por tí, he recibido el libro Camus que ha tenido a bien dedicarme su autor, el señor Jean Claude Brisville.
No se cómo expresar la alegría que me has dado con este amable gesto ni la forma de agradecértelo. Si fuera posible, abrazaría al gran muchacho en el que te has convertido y que siempre será para mí “mi pequeño Camus”.
No he leído más que las primeras páginas de esta obra. ¿Quién es Camus? Tengo la impresión de que aquellos que tratan de penetrar en tu personalidad, no lo logran del todo. Siempre has mostrado un pudor instintivo ante la posibilidad de revelar tu naturaleza, tus sentimientos. Lo logras tanto mejor al ser simple, directo ¡y encima bueno! Estas impresiones, tú me las ha dado en clase. El pedagogo que pretenda hacer a conciencia su trabajo, no pierde ninguna ocasión de conocer a sus alumnos, sus hijos, y éstas se presentan sin cesar. Una respuesta, un gesto, una actitud son ampliamente reveladoras. Creo, entonces, conocer bien al gentil hombrecito que eras, y un niño, a menudo contiene el germen del hombre en el que se convertirá. Tu gozo de estar en la clase explotaba por todas partes. Tu cara manifestaba el optimismo. Y observándote, jamás sospeché la verdadera situación de tu familia. No tuve más que un destello en el momento en que tu mamá me vino a ver con respecto a tu inscripción en las listas de candidatos a becas. De hecho, eso tuvo lugar en el momento en el que ibas a dejar mi clase. Pero hasta entonces me parecías estar en la misma situación que tus camaradas. Siempre tuviste lo que se necesitaba tener. Como tu hermano, siempre ibas pulcramente vestido. Creo que no puedo hacer un elogio mejor que éste de tu mamá.
Regresando al libro del señor Brisville... he visto la lista que crece incesantemente de las obras que te han dedicado o que hablan de ti. Y es una satisfacción muy grande para mí constatar que tu fama (es la pura verdad), no se te ha subido a la cabeza. Has seguido siendo Camus. ¡Bravo!
Antes de terminar, te quiero contar lo mal que me siento, como profesor laico, ante los proyectos amenazadores urdidos en contra de nuestra escuela. Creo, durante toda mi carrera, haber respetado aquello que es lo más sagrado en un niño: su derecho a buscar su verdad. Los he amado a todos ustedes y creo haber hecho todo lo posible por no manifestar mis ideas e influir así en su joven inteligencia. Cuando se trataba de Dios (está incluido dentro del programa), yo decía que algunos creen en él, otros no. Y que en plenitud de sus derechos, cada quien debía hacer lo que quisiera. Igualmente, en el capítulo sobre las religiones, me limitaba a indicar aquellas que existen y a las cuales pertenecen aquellos que así lo desean. Para ser honesto, siempre agregaba que también hay personas que no practican ninguna religión. Sé bien que esto no le agrada a aquellos que quisieran convertir a los maestros en agentes de ventas de la religión y, para ser más precisos, de la religión católica.
En la Escuela Normal de Argel (instalada en ese entonces en el parque Galland), mi padre, al igual que sus compañeros, era obligado a ir a misa y a comulgar cada domingo. Un día, cansado de esta presión, colocó la hostia “consagrada” en un libro de oraciones y lo cerró. El director de la escuela fue informado de ello y no dudó en expulsar a mi padre. He ahí lo que desean los partidarios de la “escuela libre” (libre... para pensar como ellos). Tal y como está compuesta la actual Cámara de diputados, me temo que ese mal golpe no se evitará. El periódico El Pato encadenado ha señalado que, en un departamento, una centena de clases de la escuela laica funcionan bajo un crucifijo colgado en el muro. Veo en ello un abominable atentado en contra de la conciencia de los niños. ¿Qué ocurrirá, quizá, en poco tiempo? Estos pensamientos me entristecen profundamente.
Mi querido pequeño, he llegado al final de mi cuarta página. Es abusar de tu tiempo y te ruego me perdones... Estáte seguro de que, aunque no escriba, pienso seguido en ti y tu familia... Afectuosamente tuyo,
Germain Louis.
P.D. Recuerdo la visita que hiciste a nuestra clase junto con otros de tus camaradas que, como tú, iban a hacer la primera comunión. Estabas visiblemente contento y orgulloso del traje que vestías y del festejo que celebrabas. Sinceramente me sentí feliz ante tu alegría, pensando que si hacías la primera comunión era porque ello te agradaba. Y ahora...

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