viernes, 5 de febrero de 2010

Un 11 de enero de 1650. Noticias del Trópico 33

NOTICIAS DEL TRÓPICO
El newsletter de Lorenzia, año 9, núm. 33, 28 de mayo, 2007.

Un 11 de enero de 1650...

Cristina hizo a un lado los documentos que había estado estudiando y se levantó de la cama. Así, descalza, con sólo la camisola encima, se fue a la ventana. El paisaje nevado la hizo sonreír. Excelente mañana para una cabalgata temprana antes del trabajo arduo que le esperaba. Antes, incluso, del desayuno de pan de centeno recién horneado, budín de frutas secas y nueces, y un tazón de vino tinto caliente y especiado. Sintió en la cara el frío del cristal congelado y, con un ligero temblor, empezó a vestirse. Usaría doble malla bajo la falda, la casaca de gamuza forrada y una capa corta de armiño.

Se miró al espejo. Nunca le había interesado su apariencia, no era muy alta y sí algo regordeta, pero tuvo que reconocer que su abundante cabellera era el elemento físico de más belleza en ella, tan indomable como su propio carácter. Salió de su habitación y los guardias se cuadraron, mientras Doménica trataba de hacer una reverencia y detener a los tres mastines que se le soltaron de las manos y ya corrían libres tras su ama.

En los establos, la yegua blanca estaba ensillada y lista. Montó y salió a galope rumbo al bosque. Desde su propia montura, Max, el jefe de la guardia, frunció el ceño mientras la veía alejarse. Hubiese querido seguirla al menos. Pero las órdenes habían sido tan tajantes como silenciosas. Ya había aprendido a interpretar las miradas y los gestos de la reina, aun los más sutiles.

En la quietud de aquella campiña nevada, Cristina respiró hondo el aire puro y helado. Otros quizá se sentirían agobiados por esa soledad cargada de presencias, por el silencio pesado y casi sobrenatural de la nieve recién caída. “Yo no”, pensó. “Bienvenido este mundo de murmullos secretos y de vida”.

Soledad, la del trono, la de la corona que llevaba con total entereza desde 1644, cuando recién había cumplido los 18 años. Su cuna, su país, sus súbditos: Suecia entera sobre los hombros, mirándola y admirándola, esperando de ella fortaleza, liderazgo, mano fuerte y benévola a la vez. Esperando todavía más, por ser mujer. Esperando un matrimonio adecuado y el feliz arribo de un heredero. Esperando recato, rectitud y a la vez osadía. Criticando su vestimenta, juzgando su vida íntima y, a la vez, reverenciándola, envidiándola. “Si se conocieran a fondo los deberes de los príncipes, pocos serían los que los desearan”, masculló.

El graznido de un halcón cortó el aire y sus cavilaciones. Con un suspiro resignado, Cristina miró una vez más a su alrededor, quedándose con una impronta del paisaje en la retina antes de emprender el regreso. Había revisado con cuidado las cartas del jesuita Casati, el informe de Antonio Macedo y aquel secreto comunicado de su primo Carlos. Estaba preparada para la reunión de ministros. Nunca la hallarían desprevenida, si podía evitarlo.

Su inteligencia, memoria y capacidad para el trabajo eran legendarias, como legendario era su talento para las lenguas. El obispo Gothus había sido su preceptor desde niña y a su lado había aprendido, entre otras disciplinas, teología y astronomía. En momentos robados a sus obligaciones de Estado, devoraba libros. Adoptando el lema Columna regni sapientia - “La sabiduría es el pilar del reino” - se había rodeado de una corte de filólogos e historiadores alemanes, orientalistas, poetas, latinistas y sabios helenistas de los Países Bajos, incluyendo al jurista Grocius. Promovía el ballet y el teatro, la pantomima y la ópera. De Italia le enviaban manuscritos y libros raros. “¡Todo lo ha visto, todo lo ha leído, todo lo sabe!”, dicen que exclamó, refiriéndose a Cristina, Gabriel Naudé, el bibliotecario del cardenal Mazarino. Llegarían a apodarla la Minerva del Norte.

Después del desayuno, la reina se dirigió a la biblioteca, donde René Descartes la esperaba sentado frente a la gran chimenea encendida. Había logrado convencer al ilustre personaje de trasladarse a Estocolmo y tener así el placer de discutir con él de filosofía. Aunque Descartes, a sus 53 años, se quejaba de que Cristina lo obligaba a levantarse a las 5 de la mañana, se enfrascó de inmediato en el análisis de un diálogo de Platón. Luego le seguiría el estudio de Tácito. Ninguno de los dos imaginó esa mañana que, en tan sólo un mes, el sabio francés moriría de pulmonía en brazos de la joven reina.

Dos horas más tarde, las campanas de un gran reloj recordaron a Cristina que había llegado el momento de reunirse con el Consejo del Reino y jamás había faltado a esa responsabilidad; desde que había asumido el trono, se había propuesto llevar personalmente las riendas del gobierno. La esperaba en primer lugar, como ya era costumbre, el canciller Oxenstierna, su amado guía y casi padre adoptivo, ya que a la muerte de su padre, el rey Gustavo II Adolfo, cuando Cristina estaba por cumplir apenas los 6 años, el canciller se había ocupado de su formación como reina y estadista. Atendiendo a los consejos del canciller, pero conservando siempre autonomía de pensamiento y decisión, Cristina, a sus 19 años, había acordado, con obvias ventajas para Suecia, la paz con Dinamarca en 1645. Tres años después, al firmarse la Paz de Westfalia que ponía fin a la Guerra de los Treinta Años, Cristina impuso sobre Oxenstierna su opinión y a nadie le cupo duda de quién era el verdadero - aunque joven y femenino - cetro de Suecia.

Así habían prevalecido siempre sus deseos y decisiones, y aquella fría mañana de enero de 1650 no sería diferente. El primer punto de la agenda, mismo que aprobó asintiendo con la cabeza, era la fecha de su coronación formal, misma que tendría lugar en octubre. Cristina no entendía, ni le importaba, porqué había que hacer semejante ceremonia, cuando que llevaba ya años fungiendo como reina de Suecia. ¿Para qué gastar en una magna fiesta, desfiles y banquetes que durarían varias semanas? Pero sabiamente, sin contradecir al Consejo, pidió a Oxenstierna que pasaran a la siguiente cuestión:

- Majestad - dijo el tesorero real - El maestro Antonio Brunati ha solicitado un espacio en el castillo real para la construcción de...

- Se trata de un escenario con escenografías movibles, al que Brunati ha llamado La Grande Salle des Machines, algo totalmente vanguardista, que nos pondrá a la cabeza del teatro europeo y que me complace enormemente. Estoy segura, ministro, que encontrará usted la manera de solventar estos gastos que engrandecen a la Corona de Suecia. Sigamos...

Así continuaron resolviendo uno a uno distintos asuntos de orden político y económico, hasta llegar al último de ellos. Cristina estaba preparada cuando el canciller externó, una vez más, la preocupación que sin tregua mantenía a los ministros en ascuas. Tres años antes, en 1647, el Consejo del Reino había inquirido oficialmente a la soberana sobre sus planes de matrimonio y de dotar a Suecia de un heredero. Ella les prometió que lo pensaría y que tal vez escogería por consorte a su primo Carlos. Habían transcurrido desde entonces casi 30 meses de total incertidumbre. ¿Cuál era su respuesta?

Cristina frunció el ceño, miró a cada uno de sus ministros y se detuvo en los tristes ojos del canciller Oxenstierna. Luego, con voz resuelta afirmó rotundamente que su decisión estaba tomada y que no se casaría. “No me casaré nunca”, repitió en el silencio que se hizo a su alrededor. ¿Por qué?, preguntaron escandalizados los ministros cuando recuperaron el habla. La reina sólo dijo que con el tiempo lo sabrían. ¿Podría Su Majestad reconsiderar semejante desatino?, gritaron los ministros a coro. “Si el Consejo supiera las razones, no le parecerían tan extrañas”, contestó. Luego se levantó y salió del recinto, dejándolos confundidos, atónitos y con la palabra en la boca.

Ya en sus habitaciones, contemplando una vez más el paisaje nevado desde su ventana, se calmó poco a poco el loco latir de su corazón. Exceptuando a los embajadores de España y Portugal y a dos jesuitas con quienes se carteaba y que pronto estarían en Estocolmo, nadie sabía que acababa de hacer pública la primera gran decisión irrevocable de su vida. Pronto, en pocos años, habrían de seguir a ésta dos claros parteaguas más: la decisión de abdicar al trono de Suecia y la decisión, no menos conflictiva y controversial, de dejar la religión de su padre y abrazar el catolicismo.

Cristina sabía el camino que tendría que recorrer y la necesidad de esperar pacientemente el momento de hacerlo. Es muy posible que aquella tarde, no sólo empezara ya a despedirse de su patria y de su gente, sino que viera al futuro con entusiasmo y sabiduría. “La vida es un tráfico donde se balancean las pérdidas y las ganancias”, se dijo, mientras la nieve volvía a caer...



A mediados de 1654, Cristina Vasa dejó el país y las insignias reales de Suecia en manos de su primo. Luego de vivir unos meses en Flandes, bajo la protección del monarca español Felipe IV, se convirtió a la religión católica en una ceremonia privada. El recién elegido Papa Alejandro II le permitió residir en Roma, desde donde se hizo pública la noticia. Cristina entró en la Ciudad Eterna montando un potro blanco, en medio de aclamaciones y vítores. La frase “Por una feliz y auspiciosa entrada en el año del Señor 1655” quedó grabada en la Porta del Popolo en su honor.

Se llevó con ella su imponente colección de arte y en Roma continuó siendo mecenas y patrona de sabios, científicos y artistas de todo género, lo que diezmó los escasos recursos que recibía de una Suecia cada vez más hostil y decepcionada de su antigua soberana. Sin embargo, en 1667, el nuevo papa, Clemente IX, que también era un amante del arte, proporcionó a Cristina una renta anual, con la que pudo inyectarle nueva energía a sus proyectos. Organizó a sus protegidos en “academias” de discusión y creatividad. Se interesó por la arqueología y financió varias excavaciones. Contrató a dos astrónomos y construyó un observatorio en su palacio. Incluso visitaba al escultor Bernini en su estudio. Se carteó con los grandes pensadores de Europa y ella misma escribió varias obras, entre ellas una Autobiografía y, guiada por La Rochefoucauld, más de 1300 aforismos.

Años, siglos después, se recordaría a Cristina de Suecia como una “gran figura del pasado”, al decir del venerable Leopold Von Ranke y de otros no menos destacados historiadores. Greta Garbo, su compatriota, inmortalizaría en la pantalla a “La Reina Cristina” con esa suavidad felina que las caracterizaba a ambas. Y hoy yo me atrevo a imaginar un día en su cotidiana y nada ordinaria existencia.

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