viernes, 5 de febrero de 2010

Chaturanga, el ajedrez y la muerte. Noticias del Trópico 26

NOTICIAS DEL TRÓPICO
El newsletter de Lorenzia, año 7, núm. 26, 1º de noviembre, 2005.

Chaturanga, el ajedrez y la muerte.

La primera vez que oí la palabra fue en un taller de yoga para instructores. El maestro, Ganga White, estaba demostrando una secuencia de posturas, y de pronto dio un brinco y cayó sobre manos y pies diciendo ¡chaturanga! A mi me sonó como a invocación mágica, algo así como el abracadabra de los cuentos infantiles; pero en realidad el maestro se refería a una postura del yoga que imita a una lagartija.

De hecho, chaturanga, en sánscrito, significa “lagartija” y se parece a lo que en gimnasia también se conoce como hacer lagartijas. El cuerpo, con la espalda recta y el abdomen contraído, está suspendido en el aire como una unidad y descansa su peso únicamente en las manos y en los dedos de los pies.

Es la postura perfecta para trabajar la resistencia física y la pureza de la mente. Sin embargo, la fuerza que se requiere para hacer chaturanga, y que es mucha, no es lo más importante. Lo es la habilidad para integrar y organizar a diferentes elementos corporales para que funcionen en armonía y cooperación. Solamente se puede hacer si existe una gran energía cohesiva e integradora que corra a lo largo de la columna vertebral, de manera recta y sin cortes.

Tomando esto en cuenta, no es de sorprenderse que la palabra “chaturanga” se encuentre también en los versos del poema épico hindú Mahabarata, describiendo una formación de combate entre dos ejércitos. Y quizá por esta razón, tampoco sea sorprendente que “chaturanga” haya sido el nombre original del ajedrez, cuando fue inventado por los rajás de la India en el siglo VI de nuestra era.

En un principio participaban en el juego cuatro jugadores, utilizando dados y un tablero de 64 cuadros como el que conocemos actualmente. Ya las piezas tenían distinta jerarquía de poder y el resultado final, es decir, la victoria o la derrota, dependía de lo que le ocurriera al Rey.

Sin embargo, la pieza estratégicamente más importante no era ni el Rey ni una lagartija, sino el elefante, signo de fortaleza y capaz, en los albores de este juego de ingenio y destreza, de moverse libremente por todo el tablero. De hecho, los rajás conocían bien la invencible naturaleza del elefante, su resistencia y fuerza física, el invaluable rol táctico que jugaba siempre en las batallas. Y es que el ajedrez es la guerra. Fue inventado para estudiar y practicar estrategias de ataque y educar a la realeza en la lid bélica.

Chaturanga evolucionó para dar paso a “shatrani”, el ajedrez de dos jugadores, sin dados y con una nueva pieza importante: el consejero del Rey, que más tarde se convertiría en la Reina. La victoria se lograba dando muerte al Rey o bien eliminando de la jugada a todas las demás piezas.

Con esta estructura, el juego fue exportado de la India a China hacia el año 750, y luego en el siglo XI a Japón y Corea. Fueron los árabes quienes, a través de la expansión de su imperio, lo llevaron al norte de África, a España y al resto de Europa, mientras que los vikingos se encargaron de difundirlo en Islandia e Inglaterra.

A pesar de estos andares, el poderoso elefante no se perdió. Continua hasta hoy arrasando el tablero la pieza que lleva su nombre en árabe: el Alfil. Chaturanga tampoco desapareció, pues el moderno ajedrez es, y será siempre, un juego de estrategia, cálculo, destreza bélica, capacidad para prever los movimientos del enemigo, y sobre todo, habilidad para integrar en armonía y cohesión a las distintas piezas jerárquicas de este ejército simbólico.

Siendo que el ajedrez está irremediablemente ligado a la guerra, resulta inseparable de la muerte. Ello me remite a El séptimo sello, de Ingmar Bergman. ¿La recuerdan?

Mientras la peste bubónica asola Europa cobrando miles de víctimas, un caballero y su escudero regresan de las Cruzadas. La Muerte se presenta ante el caballero para llevárselo, pero éste la reta a una partida de ajedrez. Si gana, la Muerte lo dejará libre, si pierde, se entregará a ella. El caballero obtiene, así, un respiro mientras dura el juego, un tiempo precioso en el que hace varias buenas obras, a la par que cuestiona y se cuestiona acerca de la existencia de Dios, del Diablo y de lo que hay más allá de la muerte: quizá la nada, quizá el vacío que percibe en sí mismo y que lo ha hundido en la desesperanza. Huelga decir que la Muerte, no sin engañarlo - lo cual equivale a hacer trampa - gana la partida.

El séptimo sello me trae a la mente otra obra maestra que vio la luz dos años después, en 1959: Macario, inspirada en el relato de Bruno Traven y llevada magistralmente a la pantalla por Roberto Gavaldón, con Ignacio López Tarso en el papel protagónico.

Macario era un campesino muy pobre que vivía obsesionado por la idea de la muerte y su mujer decide cumplirle el mayor de sus anhelos. Se roba un guajolote, lo guisa y se lo da a Macario diciendo: “toma, no lo compartas ni conmigo ni con tus hijos, llévatelo y disfrútalo solo”. Macario se va al monte y cuando está a punto de darle la primera mordida, aparece el Diablo, quien le pide que comparta el pavo con él. Macario le contesta que, siendo el Diablo, cuenta con todas las argucias para hacerse maléficamente de un guajolote. Luego aparece Dios y también le pide un poco del guiso, a lo que Macario responde que Dios, siendo todopoderoso, puede obtener cualquier vianda en cualquier momento.

Finalmente, a punto está de empezar a comer cuando aparece la Muerte y le pide compartir un bocado. Sin dudarlo un segundo, Macario le da la mitad del pavo y ambos se sientan a comer. Al terminar, la Muerte, extrañada, le pregunta que por qué con ella sí compartió ese banquete, mientras que se negó a hacerlo con Dios y con el Diablo. Macario le explica que, en parte, porque la veía tan flaca y famélica como él mismo, y porque, al compartir su comida, tendría al menos la oportunidad, antes de morir, de saborear aunque fuera la mitad del pavo, mientras la Muerte consumía la otra mitad.

Complacida por el ingenio del campesino, la Muerte decide premiarlo con una pócima milagrosa. Unas cuantas gotas le servirán para salvar a cualquier moribundo, siempre y cuando vea a la Muerte a los pies de la cama. Si la ve en la cabecera, no habrá nada que hacer. Macario se dedica entonces a realizar muchas buenas obras, es decir, salvar las vidas de numerosos enfermos desahuciados por los médicos. Pero justo al enfermo que más le interesa curar, a ese no puede, pues encuentra a la Muerte en su cabecera. Y por más vueltas que le da a la cama, tratando de engañarla, el enfermo fallece.

En la caverna de la Muerte, donde miles de velas de distintos tamaños, que son las vidas humanas, arden hasta consumirse, el propio Macario ve entonces la suya propia que se extingue. Comprende que el tiempo transcurrido desde su encuentro con la Muerte ha sido, hasta ese momento, un sueño fugaz. A la mañana siguiente de haberse ido al monte, su esposa lo encuentra muerto, con la mitad del pavo aún por comer.

Con astucia, haciendo trampa, ingeniosamente o sin engaños, nadie todavía le ha ganado la partida al único inevitable de todos los personajes y de todas las piezas del juego: la Parca Cruel, la Flaca, la Huesuda, la Catrina, la Segadora, la Calaca, la Impía, la Cierta, la Jijurria, la Tiznada, la Jedionda, la Igualadora, la Llorona, la Tía Quiteria, la Tía de las Muchachas, la Madre Matiana, la Güera, la Cuatacha, la Novia Fiel, la Pelona, la Dientona, la Descarnada, la Tembeleque, la Pepenadora, la Chirifusca, la Pálida, la Tilinga...

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