viernes, 5 de febrero de 2010

El guadalupanismo mexicano: destierro de un mito. Noticias del Trópico 8

NOTICIAS DEL TRÓPICO
El newsletter de Lorenzia, año 4, núm. 8, 1º de febrero, 2002.

El guadalupanismo mexicano: destierro de un mito

Hace casi doce años, en el aeropuerto de San Diego, tuve la oportunidad de charlar un rato con el doctor Edmundo O’Gorman, cosa que para la estudiante de la maestría en Historia que yo era entonces, constituía un valioso y apreciado privilegio. Parte de la conversación giró en torno a su obra sobre el guadalupanismo mexicano, titulada Destierro de sombras.

Me preguntó si ya la había leído y con vergüenza hube de admitir que todavía no lo hacía. Me recomendó que la leyera, pues la consideraba una de sus obras más importantes. “Es interesante y muy polémica” – me dijo. Esto, viniendo de él, era casi un reto. Podría afirmarse que todas sus obras son polémicas, pero ésta lo es especialmente por abordar uno de los temas “intocables” de nuestra historia, es decir, aquel en el se conjuntan las sensibilidades más nacionalistas, el símbolo máximo de la fe y la religiosidad de un pueblo, y el culto mexicano por excelencia.

Don Edmundo comentó que, justamente por las implicaciones que se derivaban de sus conclusiones, el libro estaba siendo estudiado cuidadosamente en el Vaticano. Y no era para menos, ya que, con la valentía y la erudición que lo caracterizaban, echa por tierra los argumentos aparicionistas en torno a la imagen y a los orígenes del culto guadalupano, y todo ello a la par que se desarrollaba, ya desde entonces, el proceso de beatificación del indio Juan Diego.

Hoy seguimos siendo testigos de este proceso y pronto lo seremos de su culminación, a pesar de la existencia de trabajos académicos tan serios como el de O’Gorman y de que incluso dentro de la Iglesia mexicana se alzan voces de protesta que cuestionan la existencia histórica del propio Juan Diego. Puesto que sigue siendo un tema interesante, polémico y de palpitante actualidad, me gustaría comentar a grandes rasgos las conclusiones a las que llega la obra de este gran historiador mexicano y contribuir así a desterrar un mito. Asimismo, valga éste como homenaje al querido maestro.

Los orígenes del culto guadalupano según los aparicionistas:
La versión aparicionista afirma que el culto guadalupano se inició un buen día de diciembre de 1531, cuando la virgen de Guadalupe hizo su primera aparición ante los ojos azorados del indio Juan Diego. Éste, que se dice era originario de Cuauhtitlán, vivía con su esposa y su tío Juan Bernardino en el pueblo de Tulpetlac. Careciendo de iglesia en las cercanías, el sábado 9 de dicho mes y año se dirigió a oír misa en el templo de la Santa Cruz de Tlatelolco. Al pasar cerca del cerro del Tepeyac, escuchó un hermoso canto y vio una luz resplandeciente en medio de la cual se encontraba una señora orando. Él la saludó y la señora, que en realidad era la virgen, le dijo que deseaba que en aquel lugar se le edificara un templo y que debía de comunicar tal deseo al obispo. Juan Diego lo hizo y, por supuesto, el obispo no le creyó.

De regreso, la virgen apareció de nuevo y le dijo que volviese a ver al obispo el domingo, quien tampoco le creyó en esa ocasión, además de que le pidió pruebas de la veracidad de lo que decía. La virgen le dijo al desconsolado Juan Diego que regresara al día siguiente, pero el tío Juan Bernardino enfermó gravemente y hasta el martes 12 de diciembre pudo Juan Diego salir a buscar a un sacerdote para que le diera a su tío los auxilios espirituales. Al pasar por el Tepeyac, la virgen apareció una vez más y le dijo que no se preocupara, que su tío ya había sanado y que subiera al cerro a cortar unas flores para que se las llevara en su ayate al obispo. De hecho, la virgen ya se le había aparecido también a Juan Bernardino, lo había curado y le había dicho que su nombre era Santa María de Guadalupe.

Juan Diego se sorprendió al encontrar rosas frescas en aquel páramo y en una época en la que éstas no florecen. Ya frente al obispo, dejó caer las flores y en ese momento la imagen de la Guadalupana quedó grabada en su ayate, con lo que el obispo, que no era otro que fray Juan de Zumárraga, se convirtió así en el tercer testigo de las apariciones.

Tales son los conceptos que manejan los aparicionistas para explicar los orígenes del culto a la virgen de Guadalupe. Posteriormente a estos sucesos, Zumárraga mandaría construir, según los aparicionistas, la ermita original en el Tepeyac, en la cual empezó a ser adorada la imagen surgida en el ayate de Juan Diego.

La versión o’gormaniana:
O’Gorman empieza demostrando que la ermita del Tepeyac fue hecha por misioneros franciscanos para sustituir el culto “idólatra” que los indios todavía le rendían en ese lugar a la diosa Tonantzin, e instituir en su lugar una devoción a la virgen, llamada simplemente “Santa María”. O sea, en el Tepeyac no se adoraba originalmente a la virgen de Guadalupe. Tampoco hay indicios de que existiera en ese lugar una imagen guadalupana milagrosa entre 1530 – cuando se construyó la ermita – y 1554, año que marca la llegada a México del arzobispo Alonso de Montúfar, el principal artífice del culto guadalupano. Esto implica un silencio de 20 años en las fuentes históricas, cosa que los aparicionistas se ven en aprietos para explicar.

De hecho, Don Edmundo establece una cronología diferente a la de los aparicionistas, demostrando que el culto empezó realmente a crearse a fines de 1555 y principios de 1556, con base en la primera fuente histórica que parece confiable: el sermón del arzobispo Montúfar en septiembre de ese año. Es decir que, en escasos diez meses, “aparece”, ahora sí, una imagen en la ermita del Tepeyac, a la que primero se le da el nombre de Santa María Tonantzin, y posteriormente el de virgen de Guadalupe, una vez que los españoles de la ciudad de México la convierten en el objeto de su devoción. El propio Montúfar da cuenta de ello en su sermón y reconoce la existencia del culto.

El culto, entonces, trasciende el ámbito indígena, deja atrás a Santa María Tonantzin, y se ubica en el ámbito español-criollo de la ciudad de México. Es decir, se españoliza. ¿Y qué lo dispara? La divulgación de la noticia de una curación milagrosa obrada por la imagen del Tepeyac. Los españoles le ponen el nombre de Guadalupe, en honor a la virgen originaria de Extremadura, de la cual Hernán Cortés era devoto; y en ese momento, ya nada tiene que ver esa imagen con la devoción de los indios.

O’Gorman percibe en las fuentes españolas de la época, una gran prisa del arzobispado (¿parecida a la actual del Vaticano?) en mostrar su aprobación y beneplácito con respecto al nuevo culto. Había en Montúfar un interés desmedido y casi inexplicable por el culto, a tal extremo que los franciscanos, indignados, desataron una polémica en su contra. Tal conflicto, según O’Gorman, es de trascendental importancia para entender el guadalupanismo mexicano, y a él volveré un poco más adelante.

Por el momento nos interesa entender lo siguiente: si la imagen ya ha sufrido una primera metamorfosis, de Santa María Tonantzin, objeto del culto indígena, a Virgen de Guadalupe, objeto del culto hispano-criollo, ¿por qué los indios aceptan tal cambio y cómo se lleva a cabo una segunda metamorfosis para que los indios la vuelvan a sentir como propia? Para explicar este proceso, Don Edmundo se basa en lo que él llama “el texto estrella de la tradición aparicionista” (me encanta cómo, con las propias fuentes de los aparicionistas, les desbarata su edificio de conjeturas...). Se trata del llamado Nican Mopohua, especie de auto sacramental escrito no antes de 1556 por el indio Antonio Valeriano, y que narra las apariciones que presuntamente ocurrieron en diciembre de 1531.

O’Gorman opina que Valeriano escribió dicho texto con un doble propósito: por un lado, darle un carácter sobrenatural a la imagen, creando a su alrededor el mito de la aparición ante un indígena – Juan Diego - así como ante el obispo Zumárraga; y por otro, dirigir a los indios el mensaje de la divinidad bajo la forma de un auto sacramental y “exaltarlos como dignos de tan señaladas muestras del favor divino”. Así es como se lleva a cabo la segunda metamorfosis de la imagen, ya que de haber cambiado a ser objeto de la devoción española, recibiendo un nombre de virgen hispana, ahora, gracias al relato mítico de Valeriano, los indios pueden volver a considerarla como suya, puesto que se le apareció a uno de ellos.

Pero, ¿cuál era el gran obstáculo al que se enfrentaba Valeriano en esta tarea? El del nombre de Guadalupe, que no era indígena. ¿Y como lo resuelve? Con la tercera (e innecesaria) aparición de la virgen ante Juan Bernardino, el tío de Juan Diego, en la que ella misma expresa su deseo de llamarse así. Como dice textualmente O’Gorman: “a don Antonio Valeriano se le debe reconocer la gloria de inventor del guadalupanismo indígena, trascendental hazaña que marcó indeleblemente el proceso histórico de la vida espiritual del pueblo mexicano”.

Ahora sí, vayamos al sonado enfrentamiento que se dio entre el arzobispo Montúfar y el provincial de la orden franciscana, fray Francisco de Bustamante, cuyos sermones, predicados el 6 y el 8 de septiembre de 1556, respectivamente, reflejan puntos de vista totalmente opuestos con respecto al culto guadalupano. La única fuente disponible al respecto es la Información de 1556, que es el expediente de los testimonios que Montúfar mandó recabar al día siguiente del sermón de Bustamente. Se trata de una fuente clave, no solamente por lo que dice acerca de los sermones de ambos prelados, sino también por lo que no dice, ya que no hay mención alguna del asunto aparicionista narrado en el texto de Valeriano.

En su sermón del 6 de septiembre de 1556, el arzobispo Montúfar reiteró el apoyo episcopal a la creciente devoción a la imagen y trató de fortalecerla con el prestigio de su apoyo, así como estimular a los españoles a continuarla y a los indios a adoptarla. Sobre todo le interesaba que los indios se sumaran al culto, por lo que aceptó sin mayores dudas ni discusiones los milagros que se le atribuían.

Los franciscanos que escucharon este sermón dieron testimonio de su desacuerdo, acusando a Montúfar de “falso profeta”. Reprobaban el nombre dado a la imagen, que en vez de hacer alusión al pueblo de Guadalupe, provincia de Extremadura, debía referirse al Tepeyac y la imagen llamarse de Tepeaca o Tepeaquilla. Hasta temían una insurrección indígena si los españoles realizaban procesiones a una ermita que tradicionalmente había sido indígena.

Bustamante, al igual que sus hermanos franciscanos (entre los que por cierto se encontraba fray Bernardino de Sahagún), estaba totalmente en contra del culto guadalupano. El sermón del provincial tuvo lugar en la catedral, con la asistencia del virrey y de otras autoridades, dos días después, es decir, en el día de la Natividad de la Virgen María. En una primera parte de la prédica, Bustamante hizo un elogio a la Madre de Dios que acentuó su fama de gran orador. En la segunda parte criticó uno a uno los argumentos del arzobispo, considerando finalmente que esta Guadalupana era apócrifa y que sus supuestos milagros no habían sido comprobados. Pero lo que más le molestaba era que se les dijera a los indígenas que tal imagen era milagrosa, porque eso destruía toda la labor de los misioneros en contra de las idolatrías.

Lo que O’Gorman destaca del sermón de Bustamante es que no hay en él ni la más mínima alusión al asunto de las apariciones de la virgen ni al estampamiento portentoso de su imagen en un ayate. Este hecho, aunado a lo expresado a su vez por Montúfar en su sermón, le confirman al historiador la veracidad de su reconstrucción histórica: el propio arzobispo afirma que la imagen fue puesta en la ermita, la imagen es de factura humana, los milagros son una invención puesto que no están comprobados, fueron los vecinos españoles de la ciudad de México quienes le pusieron el nombre de Guadalupe a la imagen, y tanto ésta como su devoción no existían antes de 1556.

A estas alturas, la pregunta obligada es ¿cómo respondió Montúfar a las graves acusaciones de Bustamante? Como ya se dijo, mandó practicar una serie de averiguaciones entre varios testigos, que dieron lugar a la Información de 1556. Los aparicionistas afirman que se trataba de una especie de proceso canónico en contra del provincial franciscano, pero O’Gorman le concede otro propósito oculto: hacerse de un documento en apariencia legal que lo protegiera de la amenaza implícita en los graves cargos que le hiciera Bustamante.

Finalmente, culminando su riguroso análisis, O’Gorman se refiere a la razón de ser y verdadero significado del guadalupanismo mexicano. Mientras que los aparicionistas están obligados a probar la veracidad histórica del origen sobrenatural de la imagen guadalupana, a Don Edmundo le corresponde explicar por qué, si la imagen no es de origen divino, el arzobispo se apresuró a darle todo su apoyo al culto. La respuesta está en la postura extremadamente antirreformista de Montúfar, en su misión de acabar con cualquier brote reformista en la iglesia novohispana y en su deseo de restarle poder a las órdenes religiosas a favor del clero secular, ya que los misioneros se mantenían fuera de la autoridad diocesana y manejaban la evangelización indígena – y por lo tanto a los indios - como consideraban conveniente. De hecho, hasta entonces los indios no habían pagado diezmos a la Iglesia porque los frailes no lo habían permitido. Pero si el control de los indios pasaba a manos del poder secular, los indios empezarían a diezmar y la diócesis obtendría unos muy deseados recursos para invertir en la lucha antirreformista.

Con este plan maestro de alta política – y de altas finanzas también - Montúfar pretendía incorporar a la masa indígena, que hasta entonces se encontraba bajo la tutela del clero regular, al poder clerical. El culto guadalupano viene a ser, en palabras de O’Gorman, “un mecanismo antirreformista... la más genuina y espectacular flor novohispana de la contrarreforma”. Y no sólo eso. La devoción guadalupana permite a los indígenas practicar, en cuanto a la forma y en concordancia con las enseñanzas cristianas, el antiguo culto a Tonantzin. Es decir, Montúfar hace uso de ese mecanismo de conversión religiosa tan socorrido que es el sincretismo. Y una vez más los indígenas son utilizados y manipulados.

Así pues, la índole y razón de ser del guadalupanismo mexicano en sus orígenes, lamentablemente no se debe a una preferencia de la Madre de Dios por el pueblo mexicano, sino que debe entenderse a la luz de la querella fundamental entre la Iglesia diocesana y las órdenes religiosas con respecto a la manera de concebir y entender la evangelización, es decir, de difundir el mensaje cristiano. El culto guadalupano, como lo demuestra Edmundo O’Gorman, se encuentra en el meollo de este enfrentamiento.

A esta demolición contundente del mito aparicionista le debemos agregar las actuales afirmaciones de Guillermo Schulenburg, ex abad de la Basílica de Guadalupe, y de Carlos Warnholtz, profesor de Derecho en la Universidad Pontificia Mexicana, en cuanto a que Juan Diego nunca existió, por lo que debe frenarse su canonización. ¿Qué nos queda entonces? Al menos, por mi parte, una indudable admiración ante el golpe genial del arzobispo Montúfar, que supo combinar en un fenómeno religioso único la fe de los indígenas, los anhelos de los españoles novohispanos y los intereses del clero secular. Para que vean que el “marketing” no es una invención moderna...

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