viernes, 5 de febrero de 2010

Funerales vikingos. Noticias del Trópico 23

NOTICIAS DEL TRÓPICO
El newsletter de Lorenzia, año 7, núm. 23, 26 de junio, 2005.

Funerales vikingos

Nosotros no enterramos a nuestros muertos. Esa no es la costumbre en mi familia. Las tumbas de mis ancestros, incluyendo las de mis abuelos paternos, se quedaron en Europa; pero, como exiliados de dos guerras, mis padres y abuelos maternos emigraron a México, y ya sea por la propia marca indeleble de las persecuciones, ya sea porque en el nuevo continente todo es nuevo e invita al cambio, ya sea porque la historia, aunque presente, quedó atrás, la costumbre se transformó. Y quizás a la fuerza, pues ya no había posibilidades de llevar flores al cementerio ni de conservar esa extraña lealtad que nos exigen los muertos, los muertos en su cautiverio, como alguna vez cantó Juan Manuel Serrat.

El primero en pedir que, a su muerte, se le incinerara, fue mi abuelo. Quería, además, que sus cenizas fueran esparcidas en la cañada de Contreras, arrojadas a un hermoso río rodeado de bosques de pinos que bajaba hacia la ciudad de México por parajes deshabitados. Era un lugar que le encantaba y donde mi familia solía pasar los domingos; era todavía el campo. En aquel México aún no existía un anillo periférico ni siquiera en el papel, todavía el pueblo de la Magdalena Contreras era eso, un pueblo separado de la urbe.

Yo no había nacido, pero se por lo que contaba mi mamá, que incinerar a Grandpa fue una pesadilla dantesca. En ese entonces - 1949 - el crematorio era un rincón siniestro del panteón Dolores y la práctica estaba todavía condenada por la iglesia católica. Grandpa no era creyente, pero en cambio a mi mamá, ese hecho la mortificaba mucho.

Las cosas no habían cambiado para cuando Grannie falleció a principios de los sesentas. De nuevo la mismo ordalía que dejaba un sabor amargo en la boca. Pero en cambio, era un gozo cada año subir por una estrecha y serpenteante carretera hasta la cañada, el coche cargado de flores, y desde un puente arrojarlas al río en memoria de los abuelos, verlas correr sobre el agua, detenerse en las rocas, seguir el camino del río eventualmente hasta el mar.

Hoy en día tampoco hay manera de llevarles flores. La cañada y el río han desaparecido bajo el concreto implacable de la ciudad. Pero no importa, pues donde yo coloque flores, ahí de alguna manera están. De hecho esa era la idea, que las cenizas de esos seres queridos se entremezclaran con la tierra, el agua, las plantas, la naturaleza toda. De esa forma estarían continuamente presentes en el eterno ciclo de transformación y regeneración.

Mis propios padres fallecieron en una época en la que cremar a los muertos ya no era tan raro ni tan difícil ni estaba prohibido. A mi papá, muerto a principios de los ochentas, hubo que llevarlo todavía a un crematorio a las afueras de la ciudad, por el rumbo de Santa Fe. Once años después, cremamos a Queenie en unas modernas instalaciones rodeadas de bellos jardines en el Panteón Francés. Esparcimos las cenizas de ambos en el Caribe, más allá de Cozumel e Isla Mujeres, en mar abierto, y como epitafio, una estela de flores rojas en la espumosa huella que iba dejando el barco. Siguen estando en todo, en las palmeras y los almendros, en las mansas aguas de la bahía que contemplo cada mañana cuando salgo a correr al malecón.

Pienso en los funerales tradicionales de los vikingos, la idea de alejarse de tierra firme en una barca ardiente para convertirse en parte de otra cosa más grande, más infinita. Parte del universo. Es un lugar honorable donde reposar.

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