jueves, 10 de mayo de 2012

Instintos. NOTICIAS DEL TRÓPICO 59

El newsletter de Lorenzia, año 14, núm. 59, 10 de mayo, 2012. Desde un punto de vista estrictamente antropológico, el único instinto que existe es el de supervivencia, el impulso que nos lleva desde pelear o huir en caso de peligro de muerte, hasta el que hace que escojamos a aquella pareja o parejas cuyos genes se combinarán más adecuada y eficazmente con los nuestros para perpetuar de la mejor manera la especie. Claro que el ser humano es el único animal que parece tener un tanto atrofiado o insuficientemente desarrollado tal instinto, ya que en general tenemos que ser convencidos de vivir, y muchos, muchísimos en el curso de los siglos han cultivado el deseo de muerte a través de formas elaboradas de suicidio, algunas rápidas, otras de gran lentitud y laboriosidad, desgarrados entre los por demás atractivos polos de biofilia y necrofilia. Y puesto que no hay más instinto que el de la supervivencia, no existe lamentablemente eso que la sociedad llama instinto maternal, ni tampoco para el caso el paternal, o bien existen como parte de nuestra pulsión primaria de perpetuarnos, pulsión que parece tener una ventana de oportunidad, ciertos años en la vida de los seres humanos en los que tener hijos y convertirse así en madres y padres se vuelve imperativo biológico, emocional y psíquico. Paralelamente – y contraponiéndose – a este imperioso y hasta tiránico deseo, ha existido desde siempre la volición de no procrear, la decisión consciente o inconsciente de evadir las despóticas necesidades de la evolución, la disposición lúcida de salirse de los cánones socialmente prescritos, aceptados y desde luego estimulados de traer hijos a este mundo. Tal decisión, que es a la vez muchas cosas más: una ventaja, una desventaja, un estigma, una diferencia, una excepción a la regla, ha existido desde siempre, ya que los métodos para evitar el embarazo se remontan a los albores de la humanidad. Desde la antigüedad, las mujeres sabían que el fluído mágico que entraba a su cuerpo durante el acto sexual tenía algo que ver con la procreación, y mucho antes de que aquel holandés inventara el microscopio y vislumbrara unos inquietos bichitos llamados espermatozoides, ya había métodos para bloquearles el paso. Pero más allá de una larga disquisición que no viene a cuento, la que esto escribe reconoce que no podría hacerlo si sus padres no hubieran dado curso al placentero imperativo del que hablábamos, y si bien por decisión propia, que ha tenido su precio, costo, recompensas, prerrogativas y detrimentos, no es madre, con humildad honra y agradece a la suya el valor de jugarse la vida para dar la vida…

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